La semana pasada indiqué que el órgano legislativo incurre un “régimen de ilegalidad” en el proceso legislativo cuando adopta decisiones que desconocen los objetivos del soberano, el pueblo, al pasar a un estado de sociedad y delegar la función legislativa. Estos objetivos consisten, a juicio de Rousseau, en garantizar la libertad y la igualdad de las personas, lo que se logra, agrego, con la protección efectiva de los derechos de carácter liberal, democrático y social.

En otras palabras, la decisión de las personas de obligarse a las decisiones que adopta un ente “imparcial”, el Estado, está condicionada a la protección del interés general. Ese interés se concretiza en la posibilidad de que las personas puedan desarrollarse en un marco de libertad e igualdad, lo implica a su vez la necesidad de una distribución equitativa e imparcial de los beneficios y cargas de la comunidad social (Rawls). Dicho de otra forma, las personas nacen libre y tienen un poder natural consustancial a su libertad (Locke), pero deciden desprenderse de ese poder para garantizar su libertad frente a las injerencias de los demás. De ahí que deciden delegar su poder de hacer todo lo que juzguen necesario para su conservación y la conservación del resto de las personas, el cual pasa a ser regulado y administrado por las leyes en sociedad.

En síntesis, en un estado en sociedad las personas deciden obligarse a la decisión de la mayoría para garantizar el bienestar de todos. Esa decisión se concretiza en las leyes, la cual expresa la voluntad general (Rousseau). Así pues, no hay dudas de que el proceso legislativo se encuentra condicionado a la protección del interés general, el cual se materializa con la protección de los derechos fundamentales y con la adopción de los medios que permiten a las personas desarrollarse en un marco de libertad individual y de igualdad. Si las leyes no buscan satisfacer estos objetivos, entonces se quiebra o destruye el “sentido de legalidad”.

Para Calamandrei, el sentido de legalidad “es la conciencia moral de la necesidad de obedecer las leyes”, es decir, su autoridad. De ahí que se produce el resquebrajamiento de la legalidad en el proceso legislativo cuando se pierde el deber de obedecer por parte de las personas debido a la adopción de decisiones que desconocen los objetivos que sustentan la delegación del poder legislativo. A seguidas me referiré a algunas de estas leyes.

El régimen de ilegalidad en el proceso legislativo se puede producir por la sobrerregulación o, en palabras de Carnelutti, por “la hipertrofia de la ley”. La sobrerregulación no es sinónimo de bienestar, sino que, por el contrario, genera efectos adversos en las conductas de las personas como consecuencia de la intervención excesiva en la libertad individual. Esos efectos se pueden evidenciar a corte plazo, la confusión y la querulancia, y a largo plazo, la inobservancia de las leyes por tratar a las personas como entes incapaces. De ahí que, aunque resulta tentador regular todo por ley, el legislador debe “disponer de las normas que sean necesarias, claras y concretas y, sobre todo, de un compromiso ético, real, constante y creciente” (Rodríguez-Arana). Por tanto, a fin de evitar el resquebrajamiento del sentido de legalidad, éste debe evitar regular el modo de saludar, de caminar, de vestir, de consumir y hasta de hablar de las personas. Para este tipo de situaciones, existen otras medidas menos restrictivas de la libertad: los nudges.

Ahora bien, la hipertrofia cuantitativa de las leyes, si bien es uno de los aspectos más comunes y llamativos en el proceso legislativo, es sólo la punta del iceberg. Y es que, la ruptura de la autoridad de la ley se produce además cuando se adoptan decisiones que, aunque siguen el proceso legislativo constitucionalmente establecido para la adopción de las leyes, son aparentes o engañosas, pues no buscan en puridad garantizar los objetivos fijados por el soberano.

Una de estas leyes, por ejemplo, es la que se limita a ejecutar o validar las órdenes del gobierno. Aquí, es importante aclarar que el gobierno no es más que el “ministro del soberano”, es decir, que su función consiste en ejecutar las leyes y mantener la libertad e igualdad de las personas. De ahí que el gobierno no puede estar por encima de las normas (principio de juridicidad). Por tanto, es evidente que se produce un régimen de ilegalidad en la creación de las leyes cuando el órgano legislativo se limita a legitimar las actuaciones del poder ejecutivo. Dos interesantes ejemplos: por un lado, la llamada «marcha sobre Roma» (1922), una sedición militar que fue clasificada por el legislador como una “crisis ministerial ordinaria”, la cual marcó el inicio de un régimen fascista. Durante este régimen, el órgano legislativo se limitó a legitimar a través de las leyes los decretos adoptados por Mussolini; y, por otro lado, aún más local, la promulgación de la Ley No. 5 de 1924, la cual dotó de fuerza normativa a los decretos previamente adoptados por un gobierno militar (ver: Pedro Montilla Castillo, “La Ley 5 de 1924”, 18 de febrero de 2021).

Otra de las leyes que genera el resquebrajamiento del sentido de legalidad es aquella que tiene como objetivo favorecer a una persona concreta. Se trata de las denominadas leyes ad hominen, las cuales imponen medidas con carácter general y abstracta que, en realidad, están destinadas a beneficiar a alguien. Estas leyes son el resultado de previas negociaciones informales que convierten el proceso legislativo en un mero trámite para formalizar los acuerdos ya alcanzados con determinas personas o grupos de interés. Este tipo de leyes no busca garantizar el bienestar colectivo, sino imponer una medida que favorezca derechos e intereses individuales.

De igual forma, la “ilegalidad” en el proceso legislativo se produce con la adopción de leyes precarias y provisionales. La provisionalidad de las leyes se origina como consecuencia de la improvisación y la incompetencia de los legisladores durante el proceso legislativo. Se tratan de leyes que son adoptadas de forma apresurada y que son sometidas a un defectuoso proceso de análisis que genera la rápida necesidad de modificar sus disposiciones.  Un ejemplo de este tipo de norma es la Ley No. 33-18 de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos, la cual no sólo ha sido sometida a un férreo control por ante el Tribunal Constitucional, sino que además sus lagunas han generado la necesidad de someter con urgencia un proyecto de modificación.

La improvisación en el proceso legislativo también genera la frecuencia de errores que someten a las personas a una situación de inseguridad jurídica. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la Ley No. 358-05 de Protección de los Derechos al Consumidor o Usuario. La decisión apresurada de la Cámara de Diputados de transferir a los juzgados de paz la competencia para conocer de sus infracciones (artículo 132), sin someter su demás disposiciones a un análisis exhaustivo, ha generado graves incongruencias cuyo resultado ha sido la imposición de sanciones por parte de un órgano administrativo que no tiene habilitado expresamente la potestad sancionadora.

La improvisación y la defectuosa técnica en la etapa de discusión legislativa produce la pérdida del deber de obedecer por parte de los ciudadanos, ya que éstos son sometidos a una situación de inseguridad jurídica que no les permite adecuar su comportamiento en las conductas reguladas por tales leyes. Se materializa en el campo legislativo, tal y como señala Calamandrei, “el famoso dicho cuartelero de que nunca hay que obedecer una orden en espera de la contraorden”. Pero más grave aún es que esos errores dan lugar a interpretaciones antojadizas y comportamientos mudables que se construyen en base a lo que resulta ser “más favorable” para cada persona frente a determinadas circunstancias.

Otras leyes que generan la ruptura del sentido de la legalidad son aquellas hechas ad ostentationem, con las cuales se simula dar una desgravación al contribuyente, una mejora a los empleados o una facilidad a los productores que, sin embargo, otra ley dos días después retira o reduce. Estas leyes no sólo son hechas para defraudar a la propia ley, sino que además desconocen el principio de progresividad y no retroceso social.

Por último, y no menos importante, el régimen de ilegalidad en la creación del derecho se produce por la desviación del poder legislativo. Por desviación de poder se debe entender al ejercicio de una potestad formalmente asignada, pero de forma desviada a sus fines o, más concretamente, al espíritu de la norma que la otorga. Aquí, es importante recordar que el poder legislativo es delegado por el soberano, el pueblo, con el objetivo de garantizar la libertad y la igualdad de las personas, lo que se logra con la protección efectiva de los derechos fundamentales. De ahí que el legislador incurre en una desviación del poder legislativo cuando se aparta de los valores, principios y derechos constitucionales.

Para la Corte Constitucional de Colombia, esto ocurre cuando (a) la ley tiene una finalidad discriminatoria, es decir, no realiza el principio de igualdad; (b) se desvía de la voluntad legislativa del norte que le impone la Constitución de asegurar el respeto a la dignidad humana, y de realizar los fines esenciales del Estado; y, (c) el órgano legislativo se aparta del fin de consultar la justicia, el interés general y el bien común, y decreta actos de proscripción o persecución contra personas naturales o jurídicas”. En estos supuestos, “se admite la posibilidad de que se puedan invocar la desviación de poder o de las actuaciones propias del legislador que la Constitución le confiere” (C-456/98 de fecha 2 de septiembre de 1998).

En los casos antes indicados, se produce lo que Calamandrei denominado como “la ilegalidad en la creación de las leyes”, es decir, la pérdida del deber de obedecer por parte de las personas como consecuencia de la adopción de leyes que desconocen los objetivos que justifican el contrato social y la delegación de los poderes naturales de los individuos.