Para la interpretación de la historia del mundo desde la perspectiva que la modernidad asume como genealogía de nuestra época, su sentido no resulta inmediatamente evidente, ya que la contemplación del espectáculo que la historia nos ofrece de manera inmediata es la de la caducidad de todo –no descubrimos algún sentido al interminable y constante mutar de todo acontecimiento histórico: el decaer continuado de los imperios, la interminable lucha por el dominio y el poder que cristaliza en guerras y matanzas interminables y la continua atracción de los humanos por lo nuevo, son características actuales y desnudas en el ser humano como existente. Desde los albores de la visión del tiempo de la Modernidad, desde los siglos XVII en adelante, se busca establecer una interpretación que defina un sentido al caos que nos ofrecen los acontecimientos del mundo.
Se ha buscado instaurar una disciplina particular del pensamiento que intente establecer y determinar una visión global y una dirección que sirva de encuadramiento que permita definir un sentido que oriente los acontecimientos históricos al proponer una visión totalizadora del sentido de la historia. Esta disciplina filosófica nace explícitamente en el siglo XVIII de la mano del filósofo e historiador francés, Voltaire.
En el siglo XI, la unidad de la doctrina cristiana comienza a esfumar sus límites unitarios al transformar su visión escatológica, que se origina desde la interpretación de la historia según un modelo que dispone como principio la constitución de un plan divino desde la creación del mundo y se despliega como un proyecto sagrado de salvación y redención humana a partir de una doctrina basada en la visión teológica central de la figura de Cristo.
La visión cristiana posteriormente trasmutará hacia una dirección mundana y secular desde los siglos XVI en adelante, al sustituir la proyección de la doctrina de la Salvación Crística por una visión futurocéntrica como el lugar en que se consuma el perfeccionamiento de lo real, visión que condensa en la idea de un progreso del mundo hacía lo mejor a través del despliegue del tiempo en una visión de la historia.
Circunstancia que cristalizaría en una perspectiva utópica que actuaría como una especie de espejismo que se proyecta en el horizonte del futuro; ilusión que es transcendental, inalcanzable, como opera toda perspectiva de un horizonte posible frente a su concreción fáctica o como se manifiesta en efecto la metáfora de un espejismo.
El esquema temporal que rige el universo para el cristiano, enfocado desde una perspectiva bíblica, se basa en un esbozo lineal, pero bipartido. Se explica como la historia de la Salvación divina de la humanidad que avanza desde la promesa a su cumplimiento en el momento posterior a la consumación del pecado original hasta el momento postrero de la consumación de la redención de la humanidad en el juicio final, pero cuyo centro difusor de sentido lo constituye el advenimiento de la encarnación de Cristo.
Para el cristiano el evento decisivo de la historia no es un mero futuro, sino un perfectum praesens, es decir, el momento del Evento por excelencia que es el tiempo del Adventus, de la llegada, el acontecimiento que se cumple con el momento histórico de significación escatológica de la Encarnación del Señor.
Mientras para los ebreos el acontecimiento determinante pertenece al futuro, la espera del Mesías, que sería la coyuntura que divide el tiempo presente, del futuro, que sería el ekstasis que daría sentido a la historia. Para el cristiano los años de la historia antes de Cristo decresen progresivamente, mientras aquellos después de Cristo aumentan hacía un término último.
Desde la perspectiva cristiana de la historia se interpreta que en el cumplimiento de este ciclo divino –que transcurre tomando como puntos fundamentales, el momento del pecado y la promesa después de la creación del mundo, el acaecimiento del eje del tiempo que es el Adventus, la Encarnación de Cristo, y finalmente, la conducción a través de Cristo, de la humanidad hacía la redención, que llega a su culminación en el momento del juicio final–, todo es de y para Dios, a través de la figura y los hechos de Jesucristo como figura central de la historia de la Salvación.
El principio teológico que domina y da sentido a este esquema de la historia en cuanto cumplimiento de la Salvación es el pecado del humano contra la voluntad de Dios y su complemento, que se revela mediante gracia divina, que es la voluntad de Dios de redimir a la creatura decaida.
En este sentido, el pasaje teológico fundamental que constituye y vertebra la historia como acontecimiento salvífico es el movimiento escatológico que se articula como el proceso que avanza de la alienación como falta a la voluntad divina y se dirige al momento de la reconciliación. Un único gran giro en el cuál, al final, a través de los actos de rebelión y abandono, se reenlaza con el principio.
Los pecados de los humanos y la intención redentora de Dios, son los acontecimientos que en su entrecruzamiento constituyen, requieren y justifican el proceso histórico. Sin el pecado original y sin la misericordia divina que activa, por así decir, el plan divino de redención final, el proceso histórico no tendría sentido.
Para la afirmación cristiana del sentido de la historia, Cristo descansa completamente y únicamente en la apariencia histórica concreta de Jesucristo, acontecimiento que es tan único y radical que no puede sino ofender –causar escándalo– la conciencia histórica normal del pasado y de los tiempos modernos.
Para un filósofo antiguo pagano como Celso, la encarnación de Cristo es un acontecimiento ridículamente pretencioso, ya que atribuye importancia cósmica a un grupo humano insignificante de judíos y cristianos. Mientras que para un filósofo moderno como Voltaire es igualmente ridículo, ya que abstrae la historia particular de salvación y revelación de la historia secular y universal de la civilización.
Tanto Celso como Voltaire se dan cuenta del escándalo, de la gran provocación, el descaro, que constituye esta historia de salvación. Para ellos la afirmación de este planteamiento como una verdad universal de un hecho inmoral y una gran mentira, inmoral, condenable, que causa gran indignación e impacto público.
La posibilidad de una interpretación cristiana de la historia no se basa en el reconocimiento de valores espirituales, ni en el ejemplo de Jesús como un individuo históricamente existente, ya que muchos individuos han tenido una influencia universal y más de uno se ha presentado como un salvador. La interpretación cristiana de la historia está en función de la aceptación de que Jesús es el Cristo, es decir, el momento del cumplimiento de la doctrina de la encarnación de Dios.
La concepción cristiana de la historia y el tiempo no es un posible objeto de demostraciones teóricas, sino un acto de fe. Solo a través de la fe podemos saber que el pasado más remoto y el futuro más lejano, que las primeras y últimas cosas convergen en Jesucristo como redentor. Ningún historiador como tal puede negar en el Jesús histórico, el Hijo de Dios y el segundo Adán, y descubrir en la historia de su iglesia el núcleo de toda historia verdadera, porque está inspirado por el Espíritu Santo.
La edad que va desde la resurrección de Cristo hasta su reaparición en el juicio final es irrevocablemente la última; pero, mientras dura, es el penúltimo antes del cumplimiento del presente, oculto reino de Cristo en el reino manifiesto de Dios más allá de cualquier tiempo históricamente conocido.
Detrás de los personajes y los eventos visibles, los poderes misteriosos operan como fuerzas originales. Desde Cristo en adelante, estas fuerzas ya están sometidas y rotas; sin embargo, siguen siendo poderosos y activos. Invisiblemente, la historia ha cambiado radicalmente, pero en apariencia sigue siendo la misma; de hecho, el reino de Dios ya ha aparecido, pero, realización y culminación, aún está por venir. Esta ambigüedad es esencial para toda la historia después de Cristo: el tiempo ya se ha cumplido, pero aún no se ha consumado.