Ángela Hernández (Jarabacoa, 1954) es, entre las escritoras de la generación de los 80s, la más cómplice en la amistad, narradora del imaginario femenino del Caribe, desmitificadora de los estereotipos y prejuicios que hacen de la mujer pensante una mujer-rara. Su voz es la voz de muchas otras; su voz es una confluencia de voces milenarias que rompen las jerarquías del orden impuesto por el autoritarismo; una voz que subvierte, que no trae otro pretexto que re-construir ese yo-nuestro aprisionado por los conflictos de las identidades de género.
Ángela Hernández es una mujer que nunca tiene las manos vacías; su vida no se puede contar de una manera cronológica ni lineal, porque su arraigo en la existencia de las otras, se ha hecho un paisaje crepuscular al cual vamos al encuentro, sin olvidar que, a veces, huimos como fugitivas haladas por el viento celestial del vacío y del olvido. La gramática femenina de Ángela hace a las “verdades”, reflexiones; al deseo un telégrafo de un excitante sentir; a la enajenación evidencia del absoluto; a lo advertido, inquietud; al exilio, extrañeza; al tiempo, una crónica oscilante; a la infancia, una confrontación con el conjunto de lo visible; a la teoría del lenguaje, un pretexto para mirar las edades donde las mujeres nos resistimos a morir como un objeto.
De ahí que, en su abandono total a la escritura, su obra sea fértil con coordenadas en progresión, exploratoria de signos donde lo real –desde una postura contestataria- sea el disenso, la vigilante exaltación de lo onírico como reverso de la oscuridad del claustro, cuando las palabras operan en el inconsciente con enigmas para develar el presente sin idas ni vueltas a las máscaras suicidas de la cotidianidad.
Los manuscritos de Ángela, por sí mismos, se asumen tripulantes en la mar de sus sueños cuando van detrás de ella para conversar, y darle a su errancia un argumento. Entiendo que no hay fórmulas para escribir, sin embargo, dicen que sí cuando la opción de escribir, cargada de un propósito ideológico, se lanza como una flecha sobre el corazón de un tigre.
Ángela Hernández lleva tiempo guardando una llave cardinal, una llave puntual, que no se cosifica porque no tiene formas ni geometría alguna. Esa llave, de la cual recuerdo haber leído en uno de los cuentos de Horacio Quiroga, que un suicida lanzó al vacío, Ángela la recupera para salvar a las mujeres de su tiempo del suicidio emocional del olvido.
Esa llave solo tiene una inscripción que no se advierte con la mirada ni en lo inmediato, sino cuando se asume el desafío de derrumbar las diferencias. Esa llave lleva moldeada como si fueran las lenguas del fuego de los siglos la siguiente leyenda: “Concelebrar la vida es aprender que lo común es relativo; quien quiera tener memorias debe asumirse mujer, hacerse mujer, ser crisálida, no ser un sujeto de alabastro ni simuladores suicidas del poder; debe hilar, hilar alientos sin permitir que el murmullo de los dioses comunique meandros en los días primeros del mes. Quien quiera concelebrar la vida no puede vestirse sólo de color fresa-verde, tiene que echar raíces en un terreno fértil para romper el conjuro de las trivialidades y el inmediatismo; tiene que quebrar a la imaginación a la hora tercera del sueño cuando sólo los duendes giran sobre los anillos de la metáfora”.
La historia de esta llave me la contó el entrañable silencio, amigo eterno que acompaña a las escritoras de la diferencia en sus exploraciones discursivas, y al escribir sus propuestas textuales “obedientes” a la libertad de la creación.
Es por las alianzas secretas que las causalidades distintas, inmateriales, ajenas a la fuga del misterio traen que, intuyo el porqué Ángela sabe que no se puede escribir como “muñecas” desde la marginalidad, porque aceptarlo es asumirnos como mujeres-rotas. Escribir lo sé, es para Ángela Hernández, dar riendas sueltas al inicio de un vuelo con los avisos de que la línea que vemos en el horizonte es la inocencia. Por lo cual, le pido decirnos: si escribir infringiendo el olvido es no ser ciega ante las angustias que trae la soledad… desnudarse, cantar, sobornar al tiempo y hacer urgente al presente.