El fragmento de Lenzerheider, como señalaba en el artículo anterior, constituye una obra maestra en cuanto a que, en solo dos mil palabras, Nietzsche formula toda su teoría sobre el Nihilismo, su genealogía y sus derivaciones sobre el sentido de la voluntad de poderío y el eterno retorno.
Es un texto denso, pero coherente, que habría que analizar con paciencia y perseverancia, mediante un ejercicio de lectura lenta, reflexiva, sensata, prudente; con la actitud de un rumiante, que sería la disposición que aconseja su autor habría que adoptar para leer sus aforismos: des-construirlos, des-montarlos, ob-servarlos para explorar diversas posibles direcciones interpretativas que nos permitieran descubrir eventuales itinerarios, significaciones y sentidos sugeridos.
Insisto en este tema por considerarlo de importancia capital para interpretar a Nietzsche. Dice Mazzino Montinari, el filólogo principal entre los editores de las Obras completas del pensador: No hay acceso más limitado y falaz al mundo de Nietzsche que aquel que se satisface en una lectura inmediata. Esto no puede sino inducir a equivocaciones y dogmatismos [Montinari, Cosa ha detto Nietzsche… p.94-95. V. LOBF].
Basado en esta orientación metodológica escribía en mi libro sobre el filósofo alemán, Claves para una lectura de Nietzsche, que el secreto para interpretar y descubrir una perspectiva adecuada para la lectura de sus textos consiste en que: para leerlo tendríamos que desnudarnos de todo vestigio de cultura moderna, aprender a leer como leía un monje medieval, que no tenía prisa ni estrés, que asumía que tenía todo el tiempo por delante. Tendríamos que liberarnos de la prisa que nos domina, de la necesidad de resultados inmediatos, librarnos del vacío, del aburrimiento, del spleen moderno, y aprender, de nuevo, el arte de la interpretación, en el sentido de aprender a rumiar; aprender a asumir una actitud que nos permita considerar lo que debe ser pensado, ateniéndonos a su propio tempo, a su ritmo, pausadamente, hasta que lo podamos observar y enfocar, desde múltiples direcciones posibles o sentidos. Nietzsche nos pide, y nos enseña a leer entre líneas, nos enseña el arte de la lectura.
A ello se refería el propio autor cuando afirmaba que se debía aprender el arte de rumiar, lo que significa: No por nada hemos sido filólogos, y tal vez lo seamos todavía: lo cual quiere decir, maestros de la lectura lenta; y así se termina por escribir lentamente. Hoy esto no sólo hace parte de mis hábitos, sino que hace parte de mi gusto –¿quizá un gusto malicioso?–
no escribir nada que no lleve a la desesperación a toda clase de gente apresurada.
Filología, en efecto, es aquella honorable arte que exige de su cultor sobre todo una cosa, sustraerse, dejarse tiempo, tornarse silencioso, tornarse lento, siendo un arte y una pericia de joyero de la palabra, que debe cumplir un finísimo, atento trabajo, y no alcanza nada si no lo logra con lentitud. Por ello es más necesario que nunca; y es por esto que ella nos reclama y encanta más que nunca, desde el corazón de la época del trabajo, quiero decir, de la prisa, de la precipitación indecorosa, empapada de sudor, que quiere despachar inmediatamente toda cosa, todo libro antiguo y moderno: para este arte no es tan fácil despachar cualquier cosa, enseña a leer bien, es decir a leer lentamente, en profundidad, observando bien delante y detrás, no sin segundos fines, dejando puertas abiertas, con dedos y ojos delicados…¡Aprended a leerme bien!
No puedo comprender como los compiladores de la obra espuria de Nietzsche, La voluntad de poderío, recurrieran a despedazar en más de cinco trozos, que presentan separados y alienados unos de otros. Entre ellos estaba, Heinrich Köselitz, que era quien transcribía la irreconocible e ilegible caligrafía del filósofo y preparaba sus textos para enviarlos al editor. Se carteaba con él todas las semanas y conocía a fondo su pensamiento en formación. Resulta inexplicable que este sujeto no protestara u objetara la manipulación y el falseamiento de esta obra.
Para que el lector pueda tener una idea de como se trocearon las partes del Fragmento de Lenzerheider, tomo como obra de referencia la versión de La voluntad de poder –que dicho sea de paso no es la mejor edición de esta obra con que contamos en castellano, pero que es la más conocida y la que está más disponible, al alcance de la mano [Editorial EDAF, trad. Aníbal Froufe, 2018, en formato digital ePub, Madrid].
En este libro, el primer aforismo del fragmento, aparece como el cuarto, en el capitulo primero que lleva por título: El nihilismo europeo. El segundo segmento corresponde al quinto aforismo del texto ilegítimo.
El aforismo tres del fragmento tiene el número ciento catorce del libro de referencia , y el trozo cincuenta y cinco del adefesio de Instituto Nietzsche, corresponde a los aforismos del cuatro al diez y seis del fragmento a que nos referimos.
En verdad, no comprendo cuál fue la necesidad que tuvieron los compiladores de la indicada obra de fraccionar un texto que no tiene hiato alguno en cuanto a su contenido y que corresponde de manera lógica, concordante, a un sentido que se muestra explícito, congruente y transparente desde si mismo.
No puedo reproducir el fragmento completo en el presente artículo, transcribo ahora los dos primeros aforismos donde Nietzsche lanza su hipótesis sobre el papel que representa la moral cristiana para evitar caer en un estado de desvalorización de todos los valores.
El primero señala lo siguiente: ¿Qué ventajas ofrecía la hipótesis de la moral cristiana?1) dio al hombre un valor absoluto –agrego yo: Dios–, en contraste con su pequeñez y aleatoriedad en la corriente del devenir y del desaparecer; 2) servía a los abogados de Dios, en cuanto permitía ser al mundo, no obstante la presencia del dolor y del mal, que apareciera con la característica de perfección –incluida aquella famosa libertad–; el mal aparecía pleno de significado; 3) establecía en el hombre un saber sobre los valores absolutos, dándole así, propio para las cosas más importantes, un conocimiento adecuado; impedía al hombre despreciarse en cuanto humano, en cuanto existente, de tomar partido contra la vida, del des-esperar del conocer: era un medio de conservación; en resumen: la moral era el gran antídoto contra el nihilismo teórico y práctico. [Obra citada, p. 11, Ed. Giuliano Campioni, Adelphi eBook, 2016. Trad. LOBF].
Dicho en pocas palabras: el sentido del mundo venía garantizado y ofrece significación a la existencia del hombre, a pesar de su insignificancia, al subrayar que tiene un valor absoluto, que derivaba de su dependencia de Dios.
Esto me trae a la memoria aquel conocido pensamiento de Pascal: El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto. Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento. Es eso lo que nos debe importar, y no en el espacio o el tiempo, que nunca podremos llenar. Afanémonos, por tanto, en pensar bien: éste es el principio de la moral. [Pascal, 1986: 81]
Pascal con esta reflexión da fundamento a la expresión de la metafísica tradicional, de origen platónico, que fundamenta la imposibilidad del nihilismo.
El segundo de los aforismos de Lenzerheiler es de suma importancia pues se refiere a un tema fundamental: el valor moral de la verdad como fundamento de esta.
Escribe Nietzsche: Mas entre las fuerzas que hace llegar a la maduración la moral está la veracidad: esta se revuelve finalmente en contra de la moral, descubre la teleología, descubre la consideración interesada –y ahora la comprensión de esa larga e inveterada mentira, encarnada hace tiempo y de la cual esperamos desembarazarnos de eliminar, actúa precisamente como estimulante al nihilismo. Ahora constatamos en nosotros mismos, necesidades enraizadas a través de la larga interpretación moral, necesidades que nos parecen exigencias de lo no verdadero, necesidades de falsedades; por otra parte, son estas necesidades a las que parece estar unido un valor, las que hacen que soportemos la vida. Este antagonismo –no estimar lo que reconocemos y no poder estimar legítimamente lo que quisiéramos apreciar ya aquello sobre cuya naturaleza nos gustaría engañarnos– trae como resultado un proceso de desintegración.
El problema de la verdad es sustancial para toda filosofía. En efecto en sus orígenes Nietzsche elabora un fragmento que hoy asume gran relevancia. Me refiero al texto: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
En ese ensayo inacabado, el filósofo se pregunta: ¿Qué es entonces la verdad? Y responde: que es una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son.
Para Nietzsche, la verdad en un sentido absoluto, si se descarta la visión de la metafísica y del dogma cristiano, que él rechaza, no existe y es una ilusión inventada por el hombre, predeterminado a la no-verdad.
Su tesis se formula en oposición a la tradición racionalista y positivista dominante en el siglo XIX. Ella se dirige contra la creencia en una verdad absoluta, sea en la ciencia, en el arte, en la metafísica, en lo social. Rechaza el carácter absoluto del dogma metafísico-cristiano. La verdad se manifiesta históricamente mediante perspectivas, puntos de vistas sostenidos en alguna creencia y, por lo tanto necesariamente relativa.
La verdad tiene en Nietzsche un doble significado: por un lado, es mentira, perspectiva, creencia; por el otro, la verdad viene a ser el resultado de su posición escéptica con respecto a Dios, pensado como verdad suprema.
El centro de la reflexión nietzscheana lo ocupa la crítica al nihilismo desde la moral cristiana y la metafísica la interpreta como un producto de la moral.