En el artículo anterior señalé que el carácter social del Estado lleva implícito el reconocimiento de los derechos sociales como precondiciones para el ejercicio de las libertades fundamentales (ver, “Los derechos sociales en serio”, 15 de septiembre de 2020). Es decir que el Estado es realmente un «Estado social» y democrático de Derecho cuando reconoce un conjunto de condiciones existenciales mínimas como premisas a priori para garantizar las libertades fundamentales y, además, asegurar la separación y limitación de los poderes públicos. Estas condiciones forman parte del contenido esencial de los derechos sociales, los cuales están ubicados al mismo nivel normativo que las libertades civiles y políticas. Se tratan de auténticos derechos fundamentales (ver artículos 50 y siguientes de la Constitución).

Ahora bien, más allá de su ubicación constitucional en la cláusula del Estado social y democrático de Derecho, el reconocimiento de los derechos sociales como auténticos derechos fundamentales ha tenido ciertas objeciones o «mitos» como consecuencia de su supuesta naturaleza imperfecta. Estas objeciones surgen durante el turbulento período de la República de Weimar y estuvieron amparadas en criterios jurisprudenciales que, como bien explica Pizarro Nevado, convirtió a los derechos sociales en “normas absolutamente programáticas, carentes de menor significación jurídica, abandonada a la voluntad del legislador y a criterios políticos de oportunidad” (Nevado, 2007). En otras palabras, estas objeciones han generado el reconocimiento de los derechos sociales como derechos en sentido meramente declarativo, sujetos, para alcanzar efectividad, a la voluntad del órgano legislativo.

La primera objeción es aquella que establece que la realización de los derechos sociales genera costes que limitan su satisfacción a la disponibilidad de los recursos, lo que impide que sean considerados como auténticos derechos fundamentales. Esta objeción deja a un lado el estatutos conceptual de los derechos sociales y desconoce que todos los derechos subjetivos, incluyendo las libertades civiles y políticas, conllevan costes y requieren de la intervención positiva del Estado. Es decir que los derechos civiles y políticos, al igual que los derechos sociales, comportan un abanico de obligaciones exigibles que van desde obligaciones negativos de respeto, obligaciones de promoción y satisfacción, hasta obligaciones de protección frente a vulneraciones provenientes de los órganos públicos y los particulares. Por ejemplo, el ejercicio del sufragio obliga al Estado a organizar elecciones transparentes y confiables, lo que genera la erogación de fondos para la administración del proceso electoral.

De ahí que es evidente que las diferencias entre los derechos civiles y politicos y los derechos sociales son “diferencias de grado, más que diferencias sustancias” (Abramovich y Courtis), de modo que la discusión debe centrarse en cómo y con qué prioridades se asignan los recursos, más que en la estructura normativa de los derechos económicos, sociales y culturales. En este caso, si partimos de la idea de que estos derechos son precondiciones del régimen liberal, es evidente entonces que el Estado debe priorizar los costes generados por los derechos sociales.

La segunda objeción plantea que los derechos sociales son generacionalmente posteriores a los clásicos derechos civiles y políticos, es decir, que se tratan de “derechos tardíos” (Pisarello) que están jerárquicamente subordinados a los derechos de “primera generación”. Esta crítica básicamente está basada en una visión totalmente segada y originalista del rol y funcionamiento del Estado. Digo esto, pues la cláusula del «Estado social» y democrático de Derecho sujeta la actuación del Estado al respeto de los derechos de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social. Es decir que la función del Estado no se limita a garantizar la libertad individual, sino que además engloba las condiciones materiales que hacen posible el acceso de las personas a un mínimo vital digno. De ahí que los órganos y entes públicos están obligados a asegurar la satisfacción de unas condiciones existencias mínimas como precondición del ejercicio de los demás derechos de carácter liberal y democrático.

La tercera objeción es planteada por Guatini, quien entiende que los derechos sociales son meros “derechos de papel” que carecen de verdaderas garantías jurídicas (Guastini, 1997). El razonamiento de Guastini consiste, en resumen, en que un derecho sin garantías no es verdadero y, en consecuencia, es un derecho de papel. Por tanto, como los derechos sociales son concebidos en algunos ordenamientos jurídicos como derechos no fundamentales, es decir, que no cuentan con garantías sustantivas similares a las que se asignan a los derechos civiles y políticos, es obvio que estos son “derechos de papel” que no tienen un contenido exigible.

Aquí, es importante aclarar que, si bien las garantías poseen un rol importante en la efectividad y eficacia de los derechos sociales, éstas no son un elemento indispensable para la configuración de estos derechos. Y es que, como bien señala Ferrajoli, si aceptamos que “solo existe un derecho cuando existen sus garantías”, se debe rechazar entonces el carácter jurídico de los dos avances más relevantes del siglo XX: la apertura al derecho internacional y la constitucionalización de los derechos sociales. Es por esta razón que, a juicio de Ferrajoli, es necesario distinguir entre las garantías primarias y las garantías secundarias. Las primeras corresponden a las conductas, en forma de obligaciones de hacer (positiva) o prohibiciones (negativa), señaladas por los derechos subjetivos garantizados. Las segundas son las obligaciones que tiene el órgano jurisdiccional de sancionar o declarar la nulidad cuando constate actos ilícitos o no válidos que violen las garantías primarias.

Por último, frente a la fundamentalidad de los derechos sociales, se presenta la crítica de la percepción filosófico-normativa, la cual consagra los derechos sociales como derechos axiológicamente subordinados a los derechos civiles y políticos. Esta objeción desconoce justamente que el principio de dignidad justifica la interdependencia e indivisibilidad entre los derechos civiles, políticos y sociales, pues la protección de los bienes fundamentales de los derechos civiles personalísimos depende en gran medida de la protección del contenido esencial de los derechos sociales. Así lo explica Habermas, al señalar que "la dignidad humana, que es una y la misma en todas partes y para todo ser humano, fundamenta la indivisibilidad de todas las categorías de los derechos humanos. Únicamente sobre la base de una colaboración recíproca los derechos fundamentales pueden cumplir la promesa moral de respetar por igual la dignidad humana".

En definitiva, es evidente que los derechos sociales son auténticos derechos fundamentales que están garantizados en los tratados, pactos y convenciones internacionales, los cuales se incorporan a las normas iusfundamentales consagradas en el ordenamiento jurídico. Los derechos sociales poseen una estructura común a los «clásicos» derechos civiles y políticos, pues ambas categorías imponen obligaciones positivas y negativas, por lo que no tiene ningún sentido, a nuestro juicio, mantener un trato distinto entre estas categorías de derechos. De hecho, al momento de analizar la distribución de los recursos para garantizar los derechos de las personas, lo cual constituye la función esencial de un Estado social y democrático de Derecho, el Estado debe priorizar los costes generados por los derechos sociales, pues éstos constituyen precondiciones para el ejercicio de las libertades civiles y políticas.