Cuando creíamos que sabíamos las respuestas nos cambiaron las preguntas. El coronavirus nos llevó en un santiamén a la época del desconcierto o como diría el escritor argentino Martín Caparrós a la “época del paréntesis”. Pasan los días y el futuro se vuelve cada vez más difuso. Contrario al pasado, el porvenir tenía mucho de similar al presente; ahora, el mañana se ha convertido en una gran interrogante. El mundo luce más incierto, más inseguro y por consiguiente más ansioso.
Los instrumentos con que tratábamos de comprender la sociedad han perdido su capacidad de proyectar lo que viene, lo que hace cada vez más difícil tomar decisiones para organizar el mañana.
Pre-pandemia, ya nos merodeaban conflictos complejos. Con la crisis se ha agudizado todo, como lo son las pocas garantías de tener mejores condiciones de vida más allá de hoy. Esto nos produce irritación, inseguridad y una ansiedad colectiva paralizante. Las pocas respuestas nos incapacitan para generar anticuerpos sociales que nos permitan protegernos y para colmo los discursos saturados de optimismo destemplado no plantean horizontes claros que dejen de reforzar estas intensas y peligrosas sensaciones.
Antes del Covid-19 y más allá de los limites de nuestra insularidad a escala global estaba planteada la reflexión (y la disputa) acerca de temas tales como la crisis de trabajo, el cambio climático, salud, seguridad, migraciones, la inteligencia artificial, etc.
Reflexión y acción que se recreaba en un marco donde la democracia en tanto promesa de bienestar, libertad y felicidad no se ha cumplido y desde donde hace unos años hemos visto como el grito del “No nos representan” se ha propagado y hecho cada vez más fuerte. Un grito contra la democracia (liberal) como sistema y una vindicación de la democracia como significante (Democracia Real Ya)
El cliché se ha vuelto oportuno y por decir de que se trata de una situación sin precedentes resulta admisible. La situación es abrumante. “El síntoma se ha apoderado de nosotros”. Para las generaciones que habitan el planeta la variable pandemia no estaba dentro de sus marcos de referencia y análisis, sino que era algo más propio de la ficción especulativa. El llamado a una unidad materialmente distinta a la que conocemos (la unidad del confinamiento) ha provocado-me parece que con éxito– evitar hablar de otro virus más viejo, pero que con mucha fuerza ha irrumpido y que por ahí anda campeando por sus fueros: la desigualdad.
En nuestro caso, la covid-19 ha sido el hilo por donde se ha deshilachado el manto bajo el cual se ocultaban desde los discursos oficiales los altos niveles de vulnerabilidad económica y social de nuestra población, de donde se vienen ocultando las relaciones de poder que perpetúan la miseria. En este pedazo de isla ante la falta de suficientes actores se ha logrado evitar que hablemos de política, es decir de las relaciones de poder que disciplinan la vida, sin embargo, eso no ha impedido que la gente desde su aislamiento comience a hacerse preguntas sobre a quien le sirve esta democracia.
Muchas de esas preguntas han arrinconado la promesa del PLD en su versión danilista de crear un Estado de bienestar. Aquel relato particular sobre la reducción de la pobreza apuntalado en las cifras sostenidas que marcaban nuestro crecimiento económico y que en consecuencia consagraban una suerte de “milagro económico” que abría la puerta hacia la democracia social se ha quedado sin capacidad de seducción, se ha esfumado. La situación no admite cotorra alguna: no existe tal cosa como el Estado de bienestar dominicano.
Años de deuda social acumulada combinando con la emergencia sanitaria nos colocan ad portas de una emergencia social y política que impacta en un nexo fundamental que caracteriza las relaciones entre seres humanos como lo es la confianza; poniéndolo en perspectiva: la ruptura de la relación entre gobernantes y gobernados.
La “época del paréntesis” en palabras de Caparrós nos lleva: “a ser lo que fuimos hace muchos milenios, lo que somos en los momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, individuos intentando subsistir”. Parece probable que esto ocurra luego de que pase la fase de romantización de la cuarentena, lujo que las mayorías sociales no se pueden dar. Sin embargo, la capacidad de rescilencia de ciertos sectores con más privilegios no impide que se dejen de preguntar sobre como enfrentar lo que viene en términos de su economía individual cuando pase todo esto, sea cuando sea que pase.
Irónicamente a pesar de que las sociedades occidentales se han desarrollado sobre la base de la hiper-individualización, nadie nos preparó para la unidad del confinamiento (peleemos juntos pero separados). Sin embargo, me luce que el distanciamiento social obligatorio nos ha abierto la mirada hacia sociedades pensadas más desde lo colectivo y por tanto a entender lo importante de lo público. Hasta los más ferviente apologistas de la “libertad individual” han capitulado y han entendido la necesidad de contar con Estados proactivos, garantistas y que protectores de la gente.
Esta inevitable discusión existencial que estamos teniendo con nosotros mientras aguardamos las cifras de contagios diarios y revisamos la cartera o la cuenta de banco para ver cuanto nos queda, puede que genere sedimentos para vincularnos en torno a una agenda política fundada en la fraternidad, el gran valor olvidado del republicanismo democrático contemporáneo cuyo propósito pretende el encuentro de otros valores como la libertad y la igualdad. Una agenda inscrita en esa tradición, porque como dijera Machado: “ni el pasado ha muerto, ni está el mañana-ni el ayer escrito-“ se convierte en horizonte para que ciertas cosas no sigan como van, pero sobre todo para construir lo nuevo.
Parece cuesta arriba hacer este ejercicio frente al fenómeno de la anti-política. Y quizás también surja la pregunta: ¿Para que sirve una agenda política futura cuando la raíz de nuestro desvelo es el presente? La respuesta no es muy rebuscada: para unir a la gente. Esta cuestión me parece útil, pues así como la unidad del confinamiento puede tender a lo anterior, también puede propender a individualizarnos aún más.
Sin embargo, señales halagüeñas ya tenemos, cuando un grupo de 83 ultrarricos de diferentes países autollamados “Multimillonarios para la Humanidad” firman y difunde una petición a sus diferentes gobiernos pidiendo que “Aumenten los impuestos. Inmediatamente, sustancialmente y permanentemente”. La posibilidad de que se expanda, en palabras de Zizek, otro virus, en este caso el del anhelo por una sociedad alternativa a la que nos ocupa basada en el colectivismo y la cooperación, dependerá de la agenda que construyamos juntos y como los temas que ahí establezcamos procuren sociedades donde nuestros proyectos individuales estén en armonía con el proyecto colectivo.
El impacto de la crisis actual se sentirá durante décadas y ya se ha advertido que podría empujar a otros 500 millones de personas a la pobreza. Esto indica que no será con caridad que resolveremos estos desafíos, sino con políticas que derriben la demofobia y que tengan como premisa construir una ciudadanía resiliente.
La oportunidad de lograrlo en esta coyuntura, no depende solo de acabar con las falencias que en materia de la calidad de la acción estatal, provocan fuertes deficiencias en los servicios públicos que deberían garantizar los derechos constitucionales de la población, sino de desnudar los procesos de captura política que han permeado la prestación de derechos tales como la salud, educación, justicia, protección social, seguridad ciudadana, participación social, entre otros. Procesos que rememoran a las divisiones contra-republicanas que generaban ciudadanos activos y pasivos, hoy de primera y de segunda y que se expresan enunciativamente en patrones de actuación que entorpecen el desarrollo nacional, tales como la corrupción, clientelismo y patrimonialismo.