Cuando se abrieron las discusiones académicas para instaurar la figura del defensor del pueblo me integré de forma entusiasta por considerar que la indefensión ciudadana era una de las tantas incorrecciones del sistema de garantías de derechos. Se aprobó la ley, se sometieron candidatos y la politiquería se impuso para castrar su razón, sentido y fuerza. Hoy, el defensor del pueblo es una parodia.
Cuando, en el año 1997, el presidente Leonel Fernández crea el Departamento de Prevención de la Corrupción Administrativa (DEPRECO), germinó cierta esperanza de que la corrupción iba a ser tema de atención. Diez años después, el pálido desempeño de esa entidad confirmó la sospecha social de que era una simple facha para filtrar selectivamente la acción pública según la agenda de impunidad concertada políticamente. Esa circunstancia obligó a que en el año 2007 el presidente Fernández, además de elevar su rango administrativo a Dirección General, le cambiara el nombre por Dirección Nacional de Persecución de la Corrupción Administrativa (DPCA), un retoque facial que supuso otorgarle (en la letra de la ley) independencia funcional y una gestión presupuestaria autónoma de las escasas partidas asignadas por la Procuraduría. Mediante resolución núm. 0003, del 4 de febrero de 2013, el Consejo Superior del Ministerio Público “elevó” a categoría de Procuraduría Especializada el Departamento de Persecución de la Corrupción Administrativa, ahora con el nombre de PEPCA. Los cambios fueron de simples nomenclaturas y juegos burocráticos sin ninguna relevancia en su accionar cotidiano.
Mediante el Decreto núm. 188-14 el presidente Danilo Medina crea las Comisiones de Veedurías Ciudadanas para observar, vigilar y monitorear los procesos de compras y contrataciones que se realicen en las instituciones donde sean integradas. Además se ser propuestas por la presidencia (como juez y parte) en las entidades donde estas comisiones operan lo hacen con severos condicionamientos y a pesar de ellas las grandes contrataciones públicas siguen viciadas por los mismos intereses.
Por otra parte, la declaración patrimonial que deben prestar los funcionarios públicos al entrar y salir de su cargo estuvo regida por la Ley núm. 82 del 16 de diciembre de 1979. Esta norma era apenas una proclama poética porque, además de establecer un sistema declarativo anacrónico, no contemplaba ninguna sanción en contra de los funcionarios que falsearan la información requerida en la declaración; por eso fue derogada y sustituida por la Ley núm. 311-14 del 8 de agosto de 2014, que, a pesar de adolecer de notables inconsistencias, consagró al menos los delitos de falseamiento de datos y de enriquecimiento ilícito. Otro aporte fue crear la Oficina de Evaluación y Fiscalización del Patrimonio de los Funcionarios Públicos bajo la regencia de la Cámara de Cuentas de la República Dominicana para comprobar la veracidad de la información contenida en las declaraciones juradas y controlar así su cumplimiento. Sucede que la Ley núm. 311-14 quedó sujeta a un reglamento de aplicación que, en teoría y según su propio mandato, debió ser aprobado a los noventa días de su promulgación. No es a casi dos años después cuando el Poder Ejecutivo dictó, a través del Decreto núm. 92-16, el reglamento que tenía en ascuas la disposición legal. Pese a eso, conocemos todo el drama empeñado para conminar a los funcionarios a cumplir con un mandato que debiera ser rutina burocrática. El colmo: el propio Presidente de la República incumplió esta obligación. Lo peor: las declaraciones dadas por los funcionarios son inverosímiles y no soportan una comprobación razonable.
En resumen, he destacado estas simples muestras y experiencias para dejar claro que el problema de nuestra institucionalidad no es de leyes, es de voluntad; no es normativo, es fáctico. La institucionalidad no es una declaración deontológica, una profesión de fe o una propaganda; es una historia consistente de comportamientos y compromisos. Las soluciones a nuestras omisiones no son legales, son de autoridad. Esa que nos falta. Vamos por muy mal camino. Que no nos engañen: la fiebre no está en las sábanas.