El mundo ha cambiado, la gente ha cambiado. Y con los tiempos y el mundo, ha cambiado la esencia y el propósito de la vida. Una forma de felicidad desvirtuada se ha convertido en tendencia en los últimos tiempos y un afán constante por demostrar, es ahora el motor que enciende la existencia de muchas almas vacías.

No vengo a buscar culpables, ni a señalar a nadie como si me correspondiera en mi papel de simple mortal; tampoco tengo la respuesta a todo pero no hay que ser un gurú de la comunicación ni haber estudiado ninguna ciencia del comportamiento humano para darse cuenta de la alta dosis de responsabilidad que cargan las redes sociales en esto y de manera muy especial, Instagram. Sobre todo, la cuota de culpa de la presión social que ejerce esa pretensión desmedida en la juventud que sube ávida de likes, views y reconocimiento a toda costa y a cualquier precio.

A diario somos testigos a través de los aparatos electrónicos de un bombardeo material con el único fin de que el otro sepa y que esté al tanto de cosas que no son ni siquiera naturales ni orgánicas en ellos. Que viene de gente a la que uno le conoce la realidad más allá de las impecables imágenes y los hashtags fabulosos en cada foto que intentan lograr. Y que en ese esfuerzo desgastante terminan despertando lástima colectiva y dejando en evidencia muchísimas carencias y lagunas de la vida real.

Soy partidaria de la felicidad y de pregonarla a los cuatro vientos cuando usted disfruta compartir sus conquistas y sus logros. De igual modo, también creo fielmente en la ley de la atracción, que afirma que uno atrae a su vida lo que proyecta. Pero de la proyección al fanfarroneo extremo hay un trecho tan largo como ridículo.

También soy seguidora de la gente sin poses, sin necesidad de alardes y que vive sin complicaciones mayores más que las que la misma vida nos concede por defecto. Sin necesidad de echarse al suelo pero tampoco empeñado en vivir una película de ficción en la que a fin de cuentas, siempre mueren al final. Prefiero empeñar esos esfuerzos en lo que tengo, en lo que la vida sí me ha concedido la dicha de disfrutar, material o sentimental, pero que yo siento mío.

Las aspiraciones son buenas, necesarias y una motivación maravillosa para alcanzar las metas. Pero la ambición desmedida suele dejar vacíos enormes cuando la realidad nos obliga a bajar de golpe a lo que nos toca. Sin conformismo pero tampoco atado a una mentira. Esa falsa felicidad de las fotos en Instagram sólo puede ser comparada con el valor de los billetes del Monopoly cuando usted intenta pagar con ellos en el supermercado.

Falsa bonanza, felicidad forzada, matrimonios disfuncionales y una prosperidad basada en líos no resisten todas las fotos. No todo el mundo es tan tonto. La mirada vacía, la sonrisa triste y el lenguaje corporal muchas veces nos delatan. Sea feliz con lo que tiene, con lo que ha logrado y con lo que falta por conquistar en la vida real, más allá de las fotos en Instagram.