“Además de enseñar, enseña a dudar de lo que has enseñado” (Ortega y Gasset).

Ahora que estamos a punto de iniciar las clases, sería oportuno repensar la escuela, ya que como padre he formado parte del proceso educativo de mis hijos. Debo asumir, que nuestra escuela desarmada contempla la sociedad con sospecha. No tiene herramienta para enfrentarla;  le tiene miedo a la sociedad, porque la sociedad se hizo adulta frente a sus ojos, secularizándose. También, la escuela sigue temiéndole a la creatividad y a lo espontáneo, por sus hábitos a los esquemas y la planificación.

Muchos pensamos que encerrando la escuela sobre sí misma o protegiéndola con altas paredes, la estamos salvando de la influencia social. Esto no deja de ser un sueño; pues estamos obviando que, aquellos obligados diariamente a convivir en ese escenario, son parte de la sociedad y vienen trayendo consigo sus realidades, aun las más dolorosas y sentidas: participantes, profesores, personal de apoyo. En el aula, en los pasillos, en el patio, en cada recoveco, la atmosfera  de la sociedad se expresa desnuda en toda el área que la delimita.

La escuela, tiene la debilidad de haberse acostumbrado a responderle a una sociedad quieta, sacando fórmulas y recetas del baúl de la experiencia acumulada. Eso ahora no basta, porque los cambios dentro de nuestra sociedad son vertiginosos. Algunos imperceptibles en el momento. Incluso, algunas veces no tenemos tiempo para responder. Vivimos en una sociedad en movimiento continuo, dialéctica, con su esencia en el cambio y en la ruptura. Esto me recuerda los libros la “Tercera Ola” y el “Shock del Futuro” de Alvin Toffler, escritor y periodista estadounidense. No debemos ver esa realidad como derrota, sino como un desafío y una oportunidad de crecer y desarrollar un universo de creatividad y de respuestas adecuadas.

Las frustraciones en el aula, se le atribuimos de continuo a la familia de donde vienen los hijos que asisten a la escuela. En muchos casos, la escuela tiene razón. Una visión somera de la sociedad nuestra, nos retrata a unos participantes viniendo de familias destruidas, padres separados con hogares monoparentales, extrema pobreza donde no hay fórmulas para libros ni uniformes; madres solteras, niños bajo el cuidado de los abuelos o tíos; un desempleo criminal donde los padres tienen que buscársela día y noche en el trabajo informal  para sobrevivir; familias que prefieren un chisme de farándula, muchas horas de chat en las redes sociales y una novela enlatada, en donde catapultan sus fantasías, y evitan la obligación de ofrecer el tiempo necesario a las tareas de la escuela de los vástagos.  Sin embargo, el desaliento corroe las aspiraciones de la escuela, ya que el nivel de analfabetismo real y funcional alrededor de los padres de familia, dibuja una utopía mal trazada y trunca, al no lograr la conexión parental eficiente con el proceso educativo de los sujetos, sus hijos.

Pienso en la escuela como el “juzgado” donde los antivalores, que están siendo reproducidos de forma viral y puestos en las redes sociales en bandejas, deben ser identificados, interpretados, crear los espacios y los instrumentos con que habrán de enfrentarlo hasta su erradicación. Emancipar los valores, en medio de la sociedad que lo pervierte con postulados banales y perecederos.

Sueño con una escuela acogedora, divertida, recreativa, contenta, en donde los participantes se sientan bien. No al revés, cuando la convertimos en el castigo que los padres imponemos a los hijos, durante un año. Es común escuchar en las  vacaciones esta frase que muchos padres lanzan como amenaza sobre sus hijos: “No te apures, la escuela la abren pronto, para que me dejes en paz”.

            Sueño con una escuela donde cohabiten más maestros y menos profesores. Maestros que trabajen con pasión, aunque reciban el pago de su trabajo; preocupados como alfareros, en la construcción de hombres y mujeres para el presente y el futuro. La escuela, no debe ser el refugio para desempleados que buscaron una forma de vivir, y allí sobrevivan. La escuela es otra cosa. La escuela, debe procurar que en su seno se debatan las ideas sin importar de donde vengan. Ella es una trinchera del pensamiento, no un refugio; donde no sólo se aprende a leer, escribir, contar, sino a observar, sentir, imaginar, pensar, razonar, crear: «Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender.» (Herbert Gerjuoy).

Sueño con una escuela donde nuestros hijos aprendan a desaprender y reaprender. A desentrañarlo todo. A desandar los caminos andados. A desarmar todas las propuestas por buenas e inocentes que parezcan. A cuestionarlo todo por muy sagrado que tenga el vestido: “La sociedad necesita todo tipo de habilidades que no son sólo cognitivas, son emocionales, son afectivas. No podemos montar la sociedad sobre datos»  (Alvin Toffler).

Sueño con una escuela coherente con su entorno, vinculada, preocupada en responder a su medio sociocultural y natural que la define. No puede ser una isla, indiferente o ajena a las luchas y sufrimientos, a los triunfos y fracasos, a las utopías y esperanza de la sociedad donde está anclada. Debe ser antorcha de un amor incondicional por nuestra casa común (la naturaleza), y un vivir sostenible de sus pobladores con el medio que los sustenta y la cultura que los retrata.

Sueño con una Escuela que sea madre y maestra: que ofrezca cuidado, protección, mimos, educación, formación, transmisión de conocimientos y muestre  los caminos de manera crítica, de acceso a las fuentes del saber. Que rompa esa visión bancaria del conocimiento, donde las ideas y las palabras del profesor son consideradas “palabras de Dios”. Romper los dogmatismos y las entronizaciones, que sólo crean esclavos, burros y marionetas, como modo de evitar  en el futuro no sean las presas fáciles de sueños fugaces, de proyectos sin trincheras y políticos mediocres. Una escuela crítica de su entorno y del mundo en el que está enclavada. Que critique y que proponga, que no se acomode a la sociedad donde vive por ventajas o por miedo. Que enseñe a los hijos a dudar, interiorizar, ser críticos, disidentes, que no acepten todo como hecho.

Sueño con una escuela que sepa bregar con las diferencias individuales del aula. Los participantes no deben ser homogeneizados, pues cada quien responde a una realidad diferente. Por lo tanto, deben ser tratados atendiendo a esa realidad. A cada quién según su necesidad. Dividir el aula entre genios y brutos, entre meritorios y mediocres, siquiera insinuarlo ya es un error. Porque esta percepción, no es más que la reproducción de la sociedad que divide a los hombres entre pobres y ricos, afortunados y desafortunados, exitosos y fracasados, élites (selectos) y excluidos. La escuela cuando está al servicio del humanismo, no puede ser la promotora de la división entre los hombres;  esas mismas divisiones  que producimos en el aula serán la base y el modelo de la sociedad que estaremos construyendo. La escuela debe ser la base de la solidaridad y la vida en sociedad, en colectivo; un espacio para compartir lo que llevamos dentro (educar=educere= sacar), no competir. “La escuela enseña más con lo que hace que con lo que dice”, alguien dijo con razón.

La escuela no está hecha para crear genios. Existen muchas razones por la que hay genios; los genios son los menos en cualquier sociedad y estamos yéndonos por el segmento más pequeño dentro de la misma. Los genios crearon la bomba atómica, la bomba H, las armas de destrucción masiva, la cámara de gas, el agente naranja etc: “El talento sin corazoncito, no sirve para un carajo” (Roque Dalton). Prefiero por eso, una escuela que trabaje en la arquitectura de hombres y mujeres que sean cada vez más humanos, preocupados por su entorno, que rían y lloren, que bailen y griten, que se equivoquen y se esfuercen, que lo poco que saben lo pongan al servicio de sus compañeros de clase; los prefiero así a tener genios fríos e indolentes, aislados del mundo. Andrés Eloy Blanco, nos lo decía: “…Por eso quiero hijo mío que te des al mundo, que para tu bien pelees y nunca te estés aislado; bruto y amado del mundo te prefiero a solo y sabio. A Dios que me dé tormento, a Dios que me dé quebrantos y que no me dé un hijo de corazón solitario”.