Una de las concepciones más aberrantes en los gobiernos del PLD es comprender el servicio público como la coronación de una carrera personal o partidaria. Desde esa visión, la burocracia pública se concibe como una “extensión” oficial del partido en cuya lógica este y el Gobierno son factores de la misma ecuación. No se sabe dónde empieza uno y termina el otro.
Si algún reducto quedó de las raíces marxistas del PLD fue la concepción burocrática del Estado en la que los órganos del Partido Comunista tenían decisión sobre este y sus políticas públicas. En su quinto gobierno, el PLD terminó por absorberlo: el Estado no solo perdió mando institucional, sino también identidad. Así, el portentoso Comité Político centralizó el poder no formal mientras los órganos del Estado pasaron a ser dóciles recipientes de sus líneas. La reforma constitucional que facilitó la reelección de Danilo Medina fue el ejemplo más pletórico de ese absolutismo: su decisión resultó irrefutable; lo demás, un simple trámite legislativo.
La dirigencia tradicional del PLD estaba conformada por profesionales de la política. El activismo partidario era su principal o única ocupación. Esa circunstancia determinó que la realización profesional de cada uno estuviera trenzada a la suerte electoral del partido. El éxito político de la organización se debió, en gran medida, a la dedicación casi exclusiva de su dirigencia alta y media al “trabajo político”. La factoría era el partido y la política su modus vivendi.
La militancia del PLD estuvo sometida a un régimen robusto de disciplina, rendimiento y promoción. Con esa concepción el PLD llega al poder. Las posiciones en el Gobierno se repartieron y preservaron bajo esos mismos patrones, los que con el tiempo fraguaron un sentido de pertenencia personal del puesto; hoy cada funcionario cree tener derechos adquiridos en la burocracia estatal con base en la autonomía funcional de núcleos inamovibles y cerrados de autoridad. Los ministerios devinieron en pequeños gobiernos donde la voluntad del funcionario perdió límites y controles.
El perfil del dirigente peledeísta era el de un profesional de clase media en un proyecto inicial, parcial o pendiente de realización. El Estado le abrió generosamente esa posibilidad. Con su consolidación en el poder, el PLD, partido o gobierno (la misma cosa), relajó el control ético de la gestión y, sobre su despojo, instituyó un sistema de dominación basado en los grandes negocios a través de una estructura selectiva y opaca de contrataciones a favor de empresarios vinculados. Las cifras perdieron respeto y el acceso a los negocios gubernamentales encareció a techos inalcanzables la participación política. Hoy, Danilo Medina, que no es hechura distinta a esa generación política, degrada aún más el modelo de “Estado factoría” con el propósito de acumular poder económico, ganar fuerza competitiva y proteger intereses propios y vinculados. El balance de estos casi dos decenios de poder es la plutocracia más poderosa jamás conocida en la historia dominicana.
Uno de los argumentos socorridos por los funcionarios para descalificar a los críticos de esa realidad es la envidia. Obvio, esa defensa no tendría razón si se arguye en circunstancias “estándares” donde el funcionario, como servidor público, administra fondos, bienes y servicios que no les pertenecen. En lógica sería poco probable envidiar a alguien que administra lo que no es suyo. Si la envidia es el “enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sola lo que otra posee” o “la tristeza del bien ajeno”, entonces ese sofisma, además de incongruente, delata a quien lo propone, porque el funcionario no es dueño de lo que administra. Se envidia la fortuna, la suerte o los logros de otra persona. Trabajar en la Administración pública no es necesariamente una elección apetecible, mucho menos envidiable. Dudo que un desempeño sometido a tantas exigencias y riesgos, con prestaciones retributivas tan bajas, sea una ocupación razonablemente envidiada. Lo que realmente sucede es que el juicio deja ver la condición de quien valora.
Los gobiernos del PLD usaron el Estado para crear y fortalecer una clase económica vigorosa y autosuficiente. Los puestos de la Administración y otros cargos elegibles alcanzaron cotizaciones anticompetitivas, de ahí que ningún otro partido puede costear el precio electoral de una candidatura auspiciosa. El PLD ha encarecido el mercado electoral y ha hecho de este factor un condicionamiento oneroso para desalentar cualquier intención competitiva de los demás partidos. Ya en ese contexto sí sería ridículo hablar de una simple posición pública, más bien de una verdadera y “envidiable” carrera empresarial a través de los recursos, privilegios y oportunidades del Estado y con la garantía de un sistema judicial despojado de autoridad, independencia y moral para juzgar a los políticos. Entonces sí estamos de acuerdo. Desde esa óptica ciertamente hay sobradas razones para envidiar. Es envidiable llegar a una posición endeudado, desocupado, muchas veces sin preparación o con trabajos ocasionales, sin bienes de valor y salir con casas de veraneo, inversiones inmobiliarias, activos corrientes en la banca privada internacional y emprendimientos comerciales en franca explotación.
La diferencia entonces la impone algo que se perdió o nunca tuvo el PLD como gobierno: ética, ese imperativo que domina el buen proceder y que impide envidiar lo que no se merece ni se obtiene en desmedro de la conciencia. Un hombre honesto no se realiza con una posición no merecida ni envidia lo que no puede lograr por su propio esfuerzo. En eso, la dignidad, que es respeto por uno mismo, cuenta. No envidio nada indigno porque la realización humana no es más que la construcción en la vida de esa dignidad. Valoro mis logros porque son efectivamente el resultado de mis sacrificios, privaciones y talento. Les dejo a esos pobres ricos lo único que pueden exhibir: el esfuerzo robado a una sociedad dignamente pobre ¡Que lo disfruten!