Vestidos con el uniforme de la escuela y bajo el candente sol que castiga la piel a las mismas dos de la tarde, una parejita de novios se besa en las escalinatas de una acera en una calle de Santo Domingo. Ella, con catorce años y un mundo en su cabeza que sobrepasa la experiencia de cualquier mujer; el, con unos quince que ante la madurez arrolladora de la novia, pasan más por unos trece o catorce en teoría. A esa hora, con el calor de infierno y bajo aquel sol, se besan, se pegan contra la pared, se acarician, ella se sienta en sus piernas y él le acaricia el pelo en un gesto de ternura que se esfuerza por encajar en aquella escena.

Ella es fruto de un embarazo no planificado. La madre, termina de calentar un arroz del día anterior, para dárselo a sus tres hijos, todos de un padre distinto y ninguno de ellos planificado. Quizás ajena al cuadro que se vive en la acera de su casa o quizás consciente de ello pero presa de la impotencia ante una hija que no puede controlar y que se le escapa de las manos. Con la capa caída y agotada para rebatir, por asumir que los fallos de aquellos años le arrebatan el derecho de reclamo para enderezar sus hijos y guiarlos por un camino digno que los aparte de cometer los errores que ella cometió.

El resto de sus hijos, uno en casa de una tía paterna que lo asumió como propio en nombre de que no se perdiera en las calles; el menor, ya a sus escasos trece, protagoniza las peleas del barrio y desarrolló una habilidad asombrosa para tirar piedras que parece más un talento desperdiciado en las manos equivocadas.

De los padres, poco se sabe. Ninguno asumió la paternidad responsable ni se encarga de darle mayor seguimiento que regalar un Iphone en navidad a cada hijo. En su lugar, los abuelos se han echado la carga encima hasta donde las condiciones lo permiten y bajo los términos del que se arrima.

A la madre nunca le hablaron de educación sexual, de enfermedades de transmisión sexual, de embarazos no deseados, de su órgano reproductor o de la responsabilidad que representa un hijo cuando se asume con valores, por ende, en su casa ese tema es tabú y así permanecerá hasta que quizás en algún momento, las circunstancias obliguen a debatir si su hija menor de edad debe interrumpir los estudios por un embarazo no deseado o si la suerte le permite seguir jugando con fuego y hormonas.

El cuadro es común. Mucho más repetido que lo que usted y yo podemos imaginar y más duro de lo que también nos permite nuestra privilegiada realidad imaginar. Los embarazos en adolescentes por culpa de la ignorancia, justo cuando las hormonas hacen el trabajo en éxtasis, son una realidad que azota a los hospitales de aquí y a miles de familia de escasos recursos en República Dominicana.

Hemos sido víctimas de una política nula por parte del Estado, que simplemente no existe para enfrentar esta nefasta realidad y cuando el avance y la brecha de posibles soluciones para frenar la tragedia, choca con los muros del oscurantismo de una iglesia que pretende poner fin al desamparo de estas niñas con oraciones, abstinencia y religión. Una práctica milenaria que por estadísticas, ha rendido muy pocos frutos que no sea colocarnos en los primeros lugares de la funesta lista de países con mayor índice de niñas embarazadas. De eso hablan los números.

La realidad apunta que la fe admite refuerzos y que en la educación de los pueblos y los hijos de hoy, puede que esté la verdadera salvación. No se trata de repartir condones alegremente a niños que lo asumen como globos divertidos; ni se trata de atragantar a las niñas con píldoras anticonceptivas. Se trata de empoderarlos sobre su más preciada pertenencia, su cuerpo. Que sean capaces de postergar las relaciones sexuales, no por imposición si no por decisión propia. Que entiendan las consecuencias y el precio vitalicio que cobra un embarazo no deseado.

La solución de una problemática que afecta seriamente a un Estado que se supone no está regido por la iglesia, no puede hallarse exclusivamente en la fe y por ende, no puede enfrentar a la ciudadanía y los feligreses como si se tratara de un debate sacado de la Edad Media.

Mientras se aclaran intereses, yo como madre y cabeza de una familia, declaro que la ignorancia llega hasta la puerta de mi casa. Y extiendo cordialmente la invitación a que hablen con sus hijos. Que se empeñen en encontrar el perfecto equilibrio entre lograr un vínculo de amistad y respeto saludable entre sus hijos y ustedes. Que se hablen las cosas fuera del marco del miedo y que los problemas se enfrenten con dignidad y mucha responsabilidad en cada acto, que pese cada decisión para que a la hora de enfrentar el mundo, los hijos sepan que tienen mucho que perder.

El futuro de mis hijos no lo confío plenamente al Estado, al juicio de legisladores, ni al de un Obispo o un Cardenal. Yo regalo educación a mis hijos.