El lenguaje es instrumento y convención, pero también creación. Tal vez lo propiamente humano sea haber creado esa maravillosa convención que llamamos lenguaje. Entre lenguaje y hombre existe una relación de copertenencia: el hombre pertenece al lenguaje y el lenguaje pertenece al hombre. Sistema de signos, código, el lenguaje es una dimensión intrínseca del hombre. Por eso, ambos se salvan o se pierden juntos.
Si bien los signos son “relativamente arbitrarios y convencionales”, el lenguaje en conjunto es más que mera arbitrariedad y convención por ser un elemento de la actividad humana en constante movimiento, en continuo cambio. Si unas veces parece perder su vitalidad y su dinamismo a causa de su inevitable corrosión, otras tantas el lenguaje también se dinamiza a fuerza de innovaciones y se revitaliza con nuevos aportes. Siempre móvil y cambiante, es una realidad que se crea a sí misma. Nada lo expresa mejor que la literatura, hecha de la “materia” misma de la lengua. Puede decirse que, al crearse a sí misma, la literatura crea también un lenguaje. Mezcla de lo dado y lo inventado, de tradición y creación, el lenguaje es a la vez herencia y puro inventarse.
Nietzsche habla de la “coerción del lenguaje”. Esta frase sintetiza su visión del lenguaje como mecanismo coercitivo, como “camisa de fuerza” impuesta al sujeto pensante: el lenguaje es un grillete que uno se coloca a sí mismo, un cepo que encierra e inmoviliza. Todo pensar tiene lugar mediante el lenguaje. Todo pensamiento se ha de concretar en una forma determinada (estilo), más o menos bella (estética) y arbitraria desde el punto de vista lógico. A partir de ahora se pone radicalmente en entredicho la contraposición entre “pensamiento” y “forma de pensar”, entre “lo teórico” y “lo estético”, entre “filosofía” y “poesía”. Lo pensado ya no se puede separar de la forma de pensar, ni lo expresado del modo de expresar. La actividad mental sólo cobra realidad y sentido en tanto que expresión y lenguaje (Nietzsche, Croce).
Habría que preguntarse, con José María Valverde, si esta “coerción del lenguaje” nietzscheana no excluye la posibilidad de una “libertad” del lenguaje y del pensamiento. Lo cierto es que esta visión tiende a relativizar –cuando no a suprimir- la falsa dicotomía que se establece entre prosa y poesía, por un lado, y entre filosofía y literatura, por el otro. Esta poderosa intuición anuncia una verdadera revolución en el pensamiento estético-filosófico contemporáneo. Me refiero a la revolución que implica la toma de conciencia lingüística, esto es, el reconocimiento del principio básico de que toda vida mental tiene carácter de lenguaje, pues no puede haber pensar sino mediante el lenguaje. Este principio ha sido reconocido por autores como Saussure, Sapir, Wittgenstein, Cassirer, los estructuralistas de Praga y los franceses, entre otros. En nuestros días, Jacques Derrida, al estudiar los problemas del lenguaje y la escritura, ha repensado la relación entre filosofía y literatura, y entre lógica y retórica (lo que equivale a decir entre concepto y metáfora), desde una perspectiva posestructuralista y deconstructiva. En esta nueva perspectiva, la filosofía pasa a ser considerada una especie de escritura, de género literario (Rorty).
El ensayo contemporáneo comparte ese hallazgo esencial. El ensayista tiene hoy plena conciencia del lenguaje, de sus posibilidades y sus imposibilidades. Su prosa participa a la vez del pensamiento especulativo y de la imaginación poética. Esta conciencia del autor, que reflexiona sobre el lenguaje, coincide con la autoconciencia del lenguaje, que reflexiona sobre sí mismo. Esta autorreflexividad, rasgo típico de la estética posmoderna, no es reciente. Desde Mallarmé, el acto de escribir, tanto en la prosa como en el verso, reflexiona sobre su propio origen. Se reduce así enormemente, hasta casi suprimirse, la brecha abismal que antes separaba a la prosa de la poesía y a la filosofía de la literatura.
Un filósofo moderno, A.N. Whitehead, afirma que toda la filosofía occidental se reduce a una serie de notas escritas al margen de las páginas de Platón. Vuelta sobre sí misma, perpleja, la razón crítica constata el fracaso rotundo de los sistemas de ideas erigidos durante siglos de intensa especulación. Frente a las altas construcciones abstractas de los grandes sistemas filosóficos, se cuestiona a fondo la idea del mundo como unidad y totalidad, tan dominante en pensadores como Kant, Hegel y Marx. Esta visión clásica del mundo hizo profunda crisis hasta quebrarse en pedazos. Se rescata el fragmento, el margen, la particularidad. Y de ahí surge la “incredulidad hacia las metanarrativas”, según J.F. Lyotard, esto es, la radical desconfianza posmoderna hacia las construcciones sistemáticas totalizadoras –los llamados “grandes relatos” o “metarrelatos”- que prometían la emancipación universal de la humanidad.