Una amenaza invisible ronda por calles, plazas, avenidas, barrios, ciudades y países dejando tras de sí una estela de enfermos y víctimas que supera en su totalidad más de siete mil bajas, expandida en más de 150 estados, paralizado el tráfico mundial, cerrado fronteras y debilitado los sistemas de salud de países en desarrollo, a pesar de que son más los sanados del mal.

La velocidad de avance de dicha amenaza ha forzado el cierre de bares, restaurantes, clubes, gimnasios, cines, escuelas, universidades, y todo centro que reúna a más de 50 personas, así como la activación de cuarentenas a ciudades en distintas naciones afectadas, como medida dramática para intentar atajar el desenfreno del peligro que parece no detenerse al menos en el plazo inmediato.

¿Cuál es el dilema que plantea dicho peligro transfronterizo a nivel individual, familiar y nacional? El mismo consiste en decidir si se colabora con medidas tan simples de higiene como lavarse las manos, auto aislarse, eludir multitudes y lo que ahora llaman “distanciamiento social”, que suena tan políticamente correcto en medio de una emergencia con ribetes de catástrofe sanitaria, económica y social.

Mientras la comunidad científica labora a contra reloj, a fin de desarrollar una vacuna efectiva que permita salvar vidas cuanto antes, la ciudadanía se ve en la disyuntiva de decidir si se somete de manera voluntaria a ciertas medidas preventivas draconianas; o si el Estado decide activar e imponer acciones drásticas, al intentar proteger y salvar a la mayoría de la sinrazón de unos pocos que no comprenden la inusitada realidad del momento.

Sin embargo, en medio de la sensación personal de pánico y de la histeria mediática a nivel mundial, el péndulo entre lo sublime y lo grotesco no deja de ser medular en el quehacer humano cuando la insensatez se apodera de la precaución, el sentido común y la solidaridad obligada en el hogar, en los negocios, oficinas y todo lugar público y privado.

Entre dichas acciones, una Junta de Vecinos de un edificio multipisos, en su afán por proteger a los condómines y a sus familiares del peligro decidió entre sus medidas de emergencia y de buena fe, prohibir los estornudos en pasillos, escaleras y elevadores como paso efectivo para contener la propagación del enemigo invisible.

¿Cómo es posible que un acto tan natural e involuntario como es la contracción de los músculos y nervios nasales ante una reacción-estímulo de los órganos respiratorios, pueda ser regulado por la presión y el control social en medio de situaciones de emergencia moldeadas por la ansiedad, el temor o la desesperación?

¿A quién se le habrá ocurrido la ingeniosa idea de creer que los seres humanos pueden controlar ciertas reacciones físicas o biológicas a veces involuntarias como la risa, la tos o necesidades primarias, cuando las circunstancias reclaman alivios en medio de la presión o la tormenta, y en particular entre personas mayores de edad?

El momento actual reclama quietud y cautela. Adaptación, no sumisión ni derrota. Como el trigo en el campo, inclinado frente la severidad de la tormenta, hasta tanto el vendaval del enemigo invisible transcurra. Sin dudas es una prueba para todos. Y como tal, en conjunto, pueblos, estados y ciudadanos deben unir fuerzas para derrotarlo. La hora llama a la acción inteligente para sobrevivir a esta amenaza. No hay otra opción. Lo demás sería claudicar. Como afirmaba Abraham Lincoln (1861-1865) "Infórmele a un pueblo los hechos y el país estará a salvo."