Nací en Licey al Medio en la provincia de Santiago. Algunos le imputan a esa circunstancia mi carácter discrepante. De hecho, mi padre, ejercitado en la más austera disciplina, fue su fundador y primer síndico. Años de ausencia no han podido desarraigar en mí esa parroquiana ascendencia. Todavía laten salpicadas añoranzas lugareñas, como las correrías por los conucos, la crianza de pollos y de conejos, la sombra del árbol de amapola que refugiaba la plácida lectura de Gustave Flaubert, Honoré de Balzac, Stendhal, Hermann Hesse y Fedor Dostoyevski. Una juventud quieta, cándida y soñadora.
Como todo cibaeño, crecí en un hogar de devociones aguiluchas. Cuando el fanatismo deportivo competía con el religioso, ser de otro equipo de béisbol era una traición familiar. A pesar de compartir con mi padre la audición radial de los juegos de la liga dominicana, en realidad me provocaba más saber de las actuaciones de los pocos criollos que jugaban en las Grandes Ligas. Cada vez que le inquiría sobre el origen de los jugadores estelares, papá me daba la misma respuesta: “de San Pedro de Macorís”. Esa revelación la iba atesorando en el silencio hasta que un día, infundido de arrojo, le confesé la verdad: “papi me gustan las Estrellas Orientales”. Su expresión adusta todavía respira en mi memoria. “Tú siempre tiras para el monte”, me dijo con decepcionada molestia. Desde entonces soy uno de los 33 estrellistas santiagueros que conozco.
Las Estrellas Orientales, en sus 104 años de existencia, solo han ganado dos títulos, uno en 1954 y el último en 1968, y sé que cuando eso suceda nuevamente el país lo celebrará como un triunfo nacional. Mi infortunio deportivo me ha templado en el estoicismo más impenitente. He sufrido mucho y lo comprenderán aún más cuando les revele que soy fanático de los Cachorros de Chicago, que no han ganado otro título desde 1908; de los Indios de Cleveland, con solo dos campeonatos, 1920 y 1948; y de los Reales de Kansas City, que a pesar de haber ganado su último título en 1985, desde ese mágico momento hasta este año nunca han ido a una postemporada. Hoy llegan a la Serie Mundial desmigajando todas las predicciones.
Los Yanquis de New York, equipo que aborrezco con ganas viscerales, han acumulado 27 Series Mundiales de las 40 que han jugado, esto sin considerar sus 40 banderines de Series de Campeonato. Ha sido el equipo más rico, encabezando históricamente las primeras posiciones en la lista de los de nómina más alta. Este año quedó en segundo lugar, con 204 millones, por debajo de los Dodgers de Los Angeles con su astronómica nómina de 235 millones. Con respecto a la historia de gloria de esta organización siempre he dicho que “estudiando cualquiera pasa”. Por favor, es una chanza, no pretendo malquerencias personales.
La democracia es un deporte en el que concurren reglas, estrategias, árbitros, partidos y campeonatos. Participan fuertes, competitivos y malos. La política, como actividad del poder para el poder, ha devenido en el mismo negocio que el espectáculo deportivo. Los resultados de su desempeño están muy vinculados a la inversión de capital.
En el juego político la competencia se hace cada vez más excluyente. Solo llegan los que pueden invertir. La capacidad, la visión y la vocación fueron condiciones definitivamente proscritas de sus requerimientos básicos. Eso ha convertido a las instituciones públicas en un fundo sin dueño donde con el presupuesto del puesto se pretende, además de compensar lo invertido, retribuir todas las expectativas financieras definidas antes de “negociar” el cargo. La presunción de corrupción se plantea a partir del momento en que el candidato decide comprometer 80 o 120 millones por un cargo electivo. Desde que se le pone precio a la función pública que se aspira, la participación deja de ser un ejercicio político y cae en los dominios de las finanzas privadas. Mientras eso sucede, un éxodo cada vez más creciente de talento joven sigue drenando sin contención sus neuronas hacia sociedades más seguras y retributivas. Otra parte decide emigrar acosada por la degradación de la vida en un país con un perfil casi tribal de condiciones humanas: el número 123 de 177 percibidos como de los más corruptos del mundo (Transparencia Internacional 2013), el primer país del mundo menos confiable para la inversión (FM Global-Forbes, 2014), el segundo del mundo en accidentes de tránsito con 41 muertes por cada 100 mil habitantes (BID, 2014), el número 106 de 162 del mundo en conflictividad y violencia (Índice de Paz Global 2014 del Instituto para la Economía y La Paz).
Si bien pueden adquirir atletas estelares con contratos millonarios, a los equipos ricos les resulta difícil impedir que sus estrellas se preocupen más por sus logros individuales que por el desempeño colectivo. Ese es otro problema endémico de nuestra democracia: el personalismo, la centralidad humana, que estanca la alternabilidad e inmoviliza la dinámica y apertura natural de los procesos, dejando a los partidos huecos de contenidos ideológicos, como meras marcas distintivas en el mercado electoral. Mientras esas concepciones impongan su verdad política, la verdad institucional seguirá siendo un rito de fe.
En nuestra vida como nación hay más pecadores por omisión que por comisión y dentro de los primeros descuella el gran capital, atado a un modelo, que, aunque degradado, le permite el laissez faire sin mayores injerencias. A esos intereses les acomoda un Estado sin presencia en su campo, de pocas molestias fiscales, con débiles o nulos controles sobre sus actividades y que le abra oportunidades de inversión en obras y servicios públicos. Lo demás es un problema de política ajeno a sus roles y misiones. Mientras sus fronteras sean respetadas pudiera gobernar el Anticristo y nadie se da por enterado. Cualquier factor que altere esa ecuación genera reacciones defensivas agresivas.
Pese a todo, pienso que el capital de conciencia está haciendo sus inversiones espirituales en la República Dominicana en desmedro de ese arquetipo político-económico viciado de desigualdades, corrupción y marginaciones, y que la clase media está pensando más allá de su presente. El dinero sin conciencia está mostrando sus carencias y así como los Reales de Kansas City llegan a una Serie Mundial con una nómina de 95 millones (la número 19 en la MLB), la sociedad dominicana, demostrará que es posible un juego de ensueño basado en el esfuerzo conjunto de novatos con corazón inspirado y sin los dueños del dinero. Es cuestión de tiempo, ¡Ganaremos!