Todo hecho cultural es expresión de una creatividad humana, que cumple una función trascendente en los grupos portadores que le asignan una significación, una importancia socialmente validada a través de una acción específica, que identifica la relación entre el hombre y su entorno. Entre el ser y su ambiente. Eso que Ortega y Gasset llamó “circunstancia”, se convierte aquí en el contexto socio-cultural en el cual el hombre se desarrolla plenamente.

Para lograr este desarrollo, el hombre debe definir su relación con otro, como aventura que altera su identidad, convirtiéndola (la identidad) en un espacio de lo distinto.

Traigo a colación estas ideas, a propósito del breve ensayo “La cultura de identidad y la identidad  como la cultura”, de Gilberto Giménez, profesor del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional de México (UNAM), quien con sobrada razón establece un vínculo indisoluble entre identidad y cultura.

La identidad aquí pretende ser el significante de la diferencia específica, de lo que subsiste y singulariza, el signo de lo particular pero permanente. Aunque debemos aclarar que la identidad es un ente mudable, en permanente cambio. Un ser siendo, en relación con el ambiente o con el entorno cultural. La identidad es por lo demás una construcción permanente de valores que, al modificarse y readecuarse sin perder el hilo conductor, proyecta una historia, a un grupo social, a un vecindario, a una familia y a una historia personal, que conjugados definen un referente identitario propio, que aunque compartido, es particularmente distintivo de un grupo, una región, una comunidad o una nación. Esta idea dejaría totalmente desconcertados a los defensores del significado ortodoxo de identidad. ¿Una identidad heterogénea (y efímera, volátil, incoherente y eminentemente mutable)?

Las personas que se educaron en obras clásicas de la identidad como las de Sartre o Ricoeur apuntarían de inmediato que esa noción supone un contrasentido. Para Sartre, la identidad era un proyecto que duraba toda la vida; para Ricoeur, constituía una combinación de ipseité (que suponía coherencia y consistencia) y la memeté (que representaba la continuidad): precisamente, las dos cualidades que se rechazan de plano en la idea de “identidad híbrida”.

Por ello, la identidad reserva peligros potencialmente mortales tanto para la individualidad como para la colectividad, aunque ambas recurran a aquélla como arma de autoafirmación. El camino hacia la identidad es una batalla continua y una lucha interminable entre el deseo de libertad y la necesidad de seguridad, agravada además por el miedo a la soledad y el terror a la incapacitación. De ahí que el resultado de las “guerras de identidad”, contrario a lo que piensa el profesor Gilberto Giménez, tienda a no ser concluyente y que éstas sean, muy probablemente, imposibles de ganar: causa de identidad continuará siendo el instrumento empleado en ellas aun cuando se la disfrace de objetivo de las mismas.

Ante las imposibilidades de alternativas de desarrollo eficaces, la cultura debe ser un objetivo de atención de los gobiernos y los grupos alternativos para convertirla en matriz transformadora y plataforma de relanzamiento de grupos y comunidades valiéndose de los medios con los cuales puede luchar: la creatividad popular, las particularidades identitarias viables de generar riqueza social, el talento popular germinador de valores e íconos de gran contagio social y un medio posible de valorar lo cultural como parte de los programas de desarrollo con los cuales es factible articular nuevos roles que enriquezcan al propio sujeto en su interacción con el otro. Lo pecaminoso es cuando se materializa lo cultural y entonces deja de asumir y de cumplir la 324 función para la cual fue creada por el grupo portador. Se puede perfectamente ejecutar el hecho cultural, al mismo tiempo que se tejen formas de reconocimiento y aprobación del otro. Esta última máxima define, de acuerdo al análisis de Paul Ricoeur (Caminos del reconocimiento, Editorial Trotta, 2005) una “política de reconocimiento” cuyo beneficio, en el plano personal identitario, no puede ser más que el acrecimiento de la estima de sí mismo. El punto de resistencia estaría entonces en la negativa a reconocer en la idea de diferentes proyectos colectivos y en la de derecho a la supervivencia al definir los estilos de vida como instancia afectiva del sujeto, vinculado a su comunidad, Estado o nación. En las maniobras de la heterogénea (por global) élite ilustrada, la “hibridación” es un sustituto de las estrategias de “asimilación” ajustado a las modificadas circunstancias, según Zygmunt Bauman (Vida líquida, Paidós, 2006), “de la era moderna líquida y posjerárquica”. Forma equipo con el “multiculturalismo” al que alude Giménez (una declaración de la “equivalencia” de las culturas y una postulación de su “igualdad”), del mismo modo que la estrategia de la “asimilación” venía acompañada de la noción de evolución cultural y de una “jerarquía” de culturas.

Según Bauman, la modernidad líquida es “líquida” en tanto en cuanto también es posjerárquica. Los órdenes auténticos o postulados de superioridad/inferioridad, que antaño se suponían 325 estructurados de un modo inequívoco conforme a la irrebatible lógica del progreso, se han desgastado y han desaparecido, mientras que los nuevos son demasiado fluidos y efímeros como para solidificarse en una forma reconocible y retenerla durante el tiempo suficiente para ser adoptados como marco de referencia seguro para la composición de la identidad. “Como consecuencia la identidad se ha convertido, en algo que, es, más que nada, autoatribuido y autoadscrito producto de una serie de esfuerzos de los que corresponde únicamente a los individuos preocuparse: un producto —bien está reconocerlo— temporal y con una esperanza de vida no determinada, pero probablemente corta”. En última instancia, la “hibridación” significa el movimiento hacia una identidad perpetuamente “por fijar” (“imposible fijar”, en realidad). Sobre el inalcanzable horizonte del proceso (empeñado siempre en alejarse de nosotros por mucho que tratemos de acercarnos a él) plana una identidad definida exclusivamente por su distinción con respecto a todas las “demás”. No cuenta con un modelo definido propio que seguir y emular. Funciona, más bien, como una planta de reprocesamiento y reciclaje: vive a crédito y se alimenta del material prestado. Sólo puede erigir/sostener su distinción gracias a un esfuerzo ininterrumpido e imparable de compensación de las limitaciones de un préstamo vinculándolo con más préstamos en un mismo paquete. La ausencia de un blanco preseleccionado puede compensarse únicamente con un exceso de marcadores culturales y con un esfuerzo constante por cubrir todas las apuestas y por mantener abiertas todas las opciones.

La construcción de una identidad que es una realidad fáctica, incontrovertible, no se da tampoco en estado puro por más aislada y cerrada que se considere, pues los cruces, las influencias, los intercambios, las mezclas y los préstamos culturales son siempre un activo del hecho cultural que posibilitan su permanencia y cambio a la vez.

Podemos concluir que una política democratizadora es no sólo la que socializa los bienes “legítimos”, sino la que problematiza lo que debe entenderse por cultura y cuáles son los derechos del sujeto de la alteridad. Por eso, lo primero que hay que cuestionar es el valor de aquello que la cultura etnocéntrica o europeizante tiene de nosotros, caribeños o americanos.

Hay que preguntarse si estas culturas dominantes o hegemónicas son capaces únicamente de reproducirse, o también pueden crear las condiciones para que sus formas marginales, heterodoxas, de arte y cultura se manifiesten y se comuniquen con las propias culturas hegemonizadas o subalternas del tercer mundo, sin imposiciones axiológicas que distorsionan y empobrecen nuestra propia identidad.