Un rango distintivo del pensamiento estético contemporáneo es la denominada “revolución lingüística”. Esta revolución consiste en la toma de conciencia sobre

Público de arte

el valor del lenguaje. Esto es: la conciencia de que el pensar tiene lugar mediante el lenguaje, de que todo pensamiento se concreta en una determinada forma y estilo. Hay una diferencia esencial entre la estética romántica y la estética de nuestra época (llamada posmoderna): mientras la primera está arrebatada por la ciega inspiración, la segunda es demasiado consciente (aun de sí misma), analítica, escéptica desde el punto de vista epistemológico, incluso sobre el valor mismo del arte y del lenguaje. Si la primera no tiene conciencia de sí, la segunda es demasiado autorreflexiva. 

Autorreflexividad: autoconciencia del lenguaje. El lenguaje –también el lenguaje del arte- se piensa a sí mismo.  Habla de sí y para sí.  Autorreflexividad: la obra de arte también se piensa a sí misma. Sólo que ya no habla del mundo –su referente-, sino sólo de sí misma.  Pensemos en ese movimiento autorreflexivo de la escritura señalado por Barthes. La escritura reflexiona sobre su propio origen. Escritura en el primer grado: escribo.  En el segundo grado: escribo que escribo. De ahí la tarea pendiente: escribir sobre la escritura. Algo análogo pasa con el denominado “texto artístico”: este también reflexiona sobre su propio origen. Se desvincula así de su tradicional función referencial e incluso emotiva para afirmarse casi exclusivamente en su función metalingüística. Resultado: puro narcisismo del lenguaje artístico, del “texto artístico” absorto en una terca y obsesiva contemplación de sí mismo. A fuerza de pensarse a sí misma, la obra se vuelve corrosiva y disolvente, narcisista. Demasiado autoconsciente y formalista.

Escultura-Instalación

Hoy es preciso superar las visiones insuficientes y reductoras del arte. Me refiero tanto a la visión romántico-moderna como a la posmoderna.  El enfoque semiótico del arte nos podría ayudar en esta tarea. Ver y comprender el fenómeno artístico en su carácter sígnico. El arte no es propiamente expresión de los sentimientos y las emociones del ser humano, sino más bien símbolo –o mejor, signo- de esos sentimientos y esas emociones. Como signo, apela a una lectura, a una interpretación, a una descodificación, nunca acabada, nunca completa ni definitiva. El arte no es simple medio para un fin, ni tampoco fin en sí mismo: es un tránsito, una mediación, puente desde y hacia algo. Revelación del ser, revelación del hombre y del mundo, del hombre-en-el-mundo. El arte tiende puentes sobre el abismo de nuestra existencia.

Charles Baudelaire, poeta y crítico de arte francés del siglo XIX, resumía la naturaleza dual del arte en estos términos:

“Elijo, si se quiere, los dos escalones extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad se deja ver a la primera ojeada: la parte de belleza eterna no se manifiesta más que con el permiso y bajo la regla de la religión a que pertenece el artista. En la obra más frívola de un artista refinado perteneciente a una de esas épocas que calificamos demasiado vanidosamente de civilizadas, la dualidad se muestra igualmente; la porción eterna de belleza estará al mismo tiempo velada y expresada, sino por la moda, al menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del arte es una consecuencia fatal de la dualidad del hombre”

Es preciso, hoy como ayer, asumir plenamente esa dualidad fatal e irreductible del arte y de la obra de arte. Superar el momento posmoderno de la crítica filosófica del arte conduce necesariamente a pensar de nuevo el arte y la cultura como totalidad y no como fragmento, como acontecimiento y no como espectáculo, como espacio de acción y territorio de sentido y no como mero instrumento de dominación política.

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