"Descartes ha parangonado los descubrimientos de un filósofo a una serie de batallas que éste combate y vence contra la naturaleza". Nietzsche, F. P. 1887-1888, 9 [68].
A diferencia del Medioevo que planteaba que al origen del mundo se encontraba la presencia infinita de un Dios trascendente al mundo, creador del Universo, que se constituía como su principio o ley, como su conservador y que el destino del mundo creado era regresar al punto de partida divino al final de los tiempos, acontecería entonces, la reunión del mundo con su creador.
Para la Edad Moderna se desplaza el eje de lo fundamental, de la afirmación de un ámbito divino trascendente a la realidad del Universo, a la sustentación del mundo desde una esfera racional sustentada en un sujeto trascendental, es decir, dotado de estructuras lógicas a priori de carácter trascendental –que no podian ser alteradas ni variadas en el tiempo ya que se presentaban como el esquema racional que habria de servir para la comprensión universal e intemporal de las leyes de la razon en todo tiempo y lugar.
Se comienza a pasar en la historia, de una intelección de la divinidad asumida como la superior realidad trascendente, exterior al mundo, hasta articular el descubrimiento del fundamento inmanente de la naturaleza en el ámbito de una interioridad revalorada, que viene a ser reinterpretada como subjetividad trascendental localizada en el ser humano, que viene a revelarse como el sujeto básico, que se sostiene como el eje de todas las posibilidades de libertad de constituir el proceso del conocer y como el lugar donde se constituyen los fines últimos, el sentido del conocimiento, la dirección que asume lo histórico en el orden del tiempo y sobre cuál podría ser el destino de la humanidad.
Con la aparición del pensamiento de Nietzsche, empero, se produce un desgarramiento ulterior en el interior de la modernidad, surge un movimiento que comienza a revertir el espíritu de la subjetividad trascendental en la nada del sujeto y del objeto histórico concreto
Nietzsche, descubre que lo único seguro es la ausencia de fundamento. Se produce entonces, históricamente –al derrumbarse toda posibilidad de asumir sentido desde algo que pueda ser planteado históricamente como trascendente– la pérdida para la razón, la ciencia, la historia y la cultura de toda base firme sobre la cual poder edificar un saber apodíctico.
La vida humana viene a revelarse sin bases donde asentarse, radicalmente desorientada, sin destino alguno, sin poder señalar a valores eterno o trascendentes que pudieran ser interpretados como dotados de algún sentido objetivo.
La consecuencia de todo esto es la crisis histórica de la modernidad hipertrofiada: todo yerra y nada se sostiene; todo es posible.
Así concluye y se diluye la sustentación de la modernidad que trae su origen en el pensamiento que descubre como su base la racionalidad moderna sustentada en el Cógito de Descartes: “Pienso, luego exísto”.
A René Descartes (1596-1650) se señala -si recurrimos a uno de los tantos manuales de historia de la filosofía disponibles-, como el padre de la filosofía moderna. También se le conoce como “Cartesio” por la versión latina de su nombre,
Fue el revolucionario propulsor y el emblema de la Edad Moderna, etapa de la historia de Occidente en que la consciencia, “esa libertad de la subjetividad autorreflexiva” de que habla Hegel, alcanza el pleno despliegue de los poderes de la razón a través de una crítica sistemática y minuciosa de las ideas y saberes recibidos de la tradición.
Empero, Descartes no sólo se valora como el filósofo paradigmático de la nueva época, sino que también es símbolo del espíritu de Francia, al haber impuesto en su cultura un nuevo estilo de escribir y razonar, basado en el manejo de "ideas claras y distintas". Un estilo que el escritor y filósofo Bernard de Fontenelle califica "más estimable que su misma filosofía".
Como pensador es el progenitor del racionalismo, que fundamenta al postular que todo espíritu bien guiado puede alcanzar la verdad.
Además, es creador del ideal democrático moderno: El buen sentido es la cosa del mundo mejor repartida, dice. La razón es, por naturaleza, igual en todos los hombres, expresa en el “Discurso del Método”, su obra más conocida y su manifiesto filosófico.
Postula, asimismo, que la razón correctamente dirigida, conduce a convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza, con lo que augura el posterior desarrollo de la ciencia y el auge de la tecnología de los tiempos modernos.
Igualmente, considera que a través del desarrollo científico y tecnológico será posible transformar la naturaleza y el ser humano, y crear condiciones para establecer un paraíso en la Tierra.
Mas, en este pensador genial no encontramos sólo elementos de ruptura con la tradición de la filosofía escolástica. Si bien es cierto que subordinó todo conocimiento de lo que es a la reafirmación de la primacía del sujeto pensante, no lo es menos que Cartesio no rompe totalmente con la tradición de la metafísica occidental, tan sólo desplaza el centro de su fundamentación.
Su anhelo de unidad y sistema lo lleva a cimentar, como sus grandes predecesores, la física en la metafísica.
La filosofía primera, la metafísica, es en Descartes, un proceso que se despliega en tres momentos: 1. dudo; pienso, existo; 2. Dios existe, y en consecuencia, 3. el conocimiento del mundo está fundamentado y es apodíctico.
Inicia su travesía analítica al constatar que de todo es posible dudar, pues de nada tenemos absoluta certeza.
En el proceso de actualizar esta duda, que es radical y metódica, ya que busca dar con un principio inconmovible desde el cual edificar la ciencia, encuentra algo que es ejecutivamente indudable: la certeza autoevidente del yo pensante: el yo es, siempre, mientras realizo el acto de pensar.
Sin embargo, la certidumbre que irradia de la autoconciencia ejecutiva no nos permite recuperar el mundo perdido con la duda.
En efecto, el sujeto se descubre de inmediato, solo, encerrado en los oscuros espacios de la consciencia. Acontece en la más desgarrante soledad. Se mueve en un solipsismo absoluto. Cartesio gana un principio indudable, pero pierde el acceso al mundo exterior, se descubre prisionero de su pensamiento.
Para encontrar una salida racionalmente fundamentada al mundo desde la consciencia que piensa, hay que descubrir otro principio evidente e inconmovible que pueda “servir de puente y conexión entre el cógito, el pensamiento en acto, y el mundo”, independiente y más allá del sujeto que piensa. Se debe mostrar que es posible cimentar la trascendencia de la consciencia cabe el mundo exterior.
Cartesio debe recurrir a demostrar la existencia de Dios.
Este nuevo fundamento le permite abrir la puerta del calabozo sombrío en que lo ha confinado la duda metódica al descubrir el primer principio evidente.
Sólo Dios puede ser el garante de que aquello que percibe como cualidad del mundo, la extensión, la configuración espacial de las cosas, no es pura fantasía de su subjetividad, sino que corresponde a un asidero objetivo.
El ser supremo se constituye como el núcleo primordial del sistema cartesiano, es el garante de la verdad de la ciencia. Y esto significa que la validez de toda demostración, aún la del cógito, está condicionada por la demostración necesaria de la existencia de Dios.
Sin tal certeza, nuestra consciencia, y en ella, las ideas racionales o ideas innatas, por un lado, y el mundo real, por el otro, constituido por los cuerpos espacialmente dispuestos, quedan disueltos, sin poder demarcar sus límites y relaciones.
Para Descartes como matemático, la realidad articula simbólicamente en un espléndido triángulo equilátero que refulge desde la perfección de Dios, que es el fundamento de la verdad.
En un ángulo de la figura se sitúa la consciencia y, en ella, las ideas racionales; en otro ángulo, encuentra su lugar el mundo de la extensión, el universo de lo material, separado y sustancialmente diferente del anterior.
En el vértice superior, como única posibilidad de tránsito y comunicación entre las sustancias, como su fundamento, emerge la figura de un Dios lógico, geómetra.
Esta divinidad no será el ni el Dios de la fé, ni el Señor de la Biblia, ni el Ser que venera la Iglesia Cristiana, sera de ahora en adelante conocido como el “Dios de los filósofos”, pues su sentido se expresa en cuanto fundamento lógico para garantizar la realidad del mundo.
En el deslumbramiento de la consciencia ante sí misma, esta encuentra su límite y prisión; encuentra la soledad extrema: “el solipsismo”.
Para volver al mundo exterior y a la relación con los otros, se hace necesario acceder al Ser Supremo, fuente de toda verdad y única base firme sobre la cual edificar un camino seguro hacia las cosas y el prójimo.
Descartes marca la diferencia de una época a otra del pensamiento occidental al postular que el filósofo debe comenzar por determinar “las características del camino=meth’odos (en griego)” que lo conduce a lo verdadero.
Debe elaborar y describir los elementos determinantes del propio “método”, del camino que labra para acercarse a la verdad, describirla y poder regresar, para indicar a la humanidad como es posible alcanzar un conocimiento seguro y verificable.
Cartesio en ese plano enuncia cuatro reglas esenciales que deben presidir toda investigación: 1. Evitar la precipitación y lo que no se presenta clara y distintamente al espíritu. 2. Dividir las dificultades: analizar. 3. Debe conducirse de lo más fácil a lo más complicado: sintetizar. 4. Debe hacer enumeraciones continuas, repasar, para asegurarse de no haber omitido nada.
El gran mérito del pensador francés respecto a la gnoseología, no es que coloque en primer lugar en sus especulaciones la idea de método. Otros antes que él, y contemporáneos suyos trataron sobre este tema. Lo que aporta es que asigna al método una función nueva.
Lo que emerge del método cartesiano es “la constitución de un proyecto matemático adecuado para conocer la realidad”.
Esta es la visión que ha de dominar y caracterizar a la ciencia moderna. Descartes con la formulación del nuevo método otorga a ésta la estructuración con que hoy la conocemos.
Es precisamente este proyecto nuevo de “matematización de la realidad”, lo que marca la auténtica diferencia entre la ciencia moderna, la episteme griega y la scientia medieval.
En este nuevo ámbito se toma como presupuesto básico de la objetividad una determinación de la realidad que no se obtiene inmediatamente de la experiencia.
Ahora lo sustantivo del ser viene aprehendido como algo dado previamente, como un a priori, que actúa como el factor decisivo para constituir toda experiencia posible.
La “superación” del pensamiento de Descartes se ha logrado desde el despliegue del siglo XIX en adelante.
Fue Nietzsche el pensador que viene a socavar las bases de la fundamentación cartesiana de la ciencia y de los diversos saberes.
El mundo es, asume significado, racionalidad, es explicable en términos de categorías y comportamientos, sólo en cuanto le otorgamos (o negamos) algún valor, algún sentido.
Por ello, la racionalidad eclosionaría como posibilidad: capacidad y fuerza de postular y afirmar valores, de imponer criterios, reglas, normas, de establecer orden y jerarquía.
Hablar de racionalidad sería igual que hablar de la posibilidad, siempre abierta y polivalente, de edificar caminos de significación a partir de una incesante y polimorfa actividad afirmadora de valores, que es lo que nos constituye como racionalidad, y que se revela como proceso abierto, en la cultura y en la historia.
Este proceso de resignificación de la realidad, del sujeto, de las ciencias y las historias se hace posible para Nietzsche desde la asunción de una actitud radical que recompone el acontecer: la voluntad de poderío.
Desde este enfoque, más que de racionalidad, habría que hablar de racionalidades, en plural; sería necesario hablar de tramas específicas, diferentes, y posiblemente coexistentes, de sentido histórico-cultural; estas irían consolidando en configuraciones históricas determinadas: En religiones, épocas, culturas, moralidades, ciencias, nacionalidades, filosofías, según las posibles direcciones valorativas que pudiera asumir la actitud estimativa que actúa en cada circunstancialidad histórica; aparecerían como la siempre abierta posibilidad de construir mundos a partir de puntos de vistas y valores particulares.
La racionalidad, y el mundo edificado sobre ésta, no se constituye como un sistema objetivo, como un orden de origen cósmico, eterno, sino como sentido determinado, como sentido concreto, temporal, contingente, fortuito, marginal, como sentido histórico-cultural, como interpretación histórica constituida desde asumir la configuración de una perspectiva del universo desde una voluntad de poderío.
Esta realidad consolida como una posibilidad de mundo ligada a una concreta humanidad, que oportunamente, se sustenta en actitudes, valores e intereses, y así va otorgando significación a lo que le aparece.
Se manifiesta, más bien, como “una proyección de mundo desde una experiencia de valoración”; como un tejido de relaciones y de significaciones, anclado a determinados parámetros: criterios, creencias y valores circunstanciales; como trama específica, en la cual se va insertando, midiendo y decodificando todo lo que aparece, y desde cuyo interior se va encaminando hacia nuevos posibles horizontes, abriéndose hacia nuevos territorios, panoramas, perspectivas o sentidos para, en ellos, contextualizar, siempre de nuevo, la propia experiencia, la propia valoración.
Ahora podemos comprender que el Cógito -pienso, luego existo- se origina desde una situación irreal.
Si hoy pudiéramos señalar a un elemento que obnubiló el pensamiento de Descartes y que a pesar de su regla de que el análisis que postulaba como primer paso, debía de ser minucioso hasta la exasperación, percibimos con claridad que el filósofo no tomo en cuenta el lenguaje que utilizaba para dudar.
En el proceso de la duda, Cartesio se concentra en describir y no dejar escapar ningún elemento presente en la propia consciencia, pero se dejó deslumbrar por el fenómeno más evidente, que al dudar utilizaba una lengua para registrar lo hallado, en este caso se olvida que reflexionaba en francés, que es una palabra histórica.
Si se hubiese reconcentrado en este fenómeno se habría dado cuenta que esa palabra que está presente en todo su ejercicio del dudar metódico, lo refería y reunía con una comunidad de hablantes que era el pueblo francés, que tenía características históricas y culturales únicas que se trasladaban al proceso de la duda, y que era desde esta configuración de una realidad, que se disponía y se modelaba su propio yo.
Esta estructuración histórico-cultural lo determinaba en cuanto miembro de la comunidad que se constituía desde esa la palabra, la cual era anterior a la aparición de él mismo y que él era en el interior de esta urdimbre de sentidos y desde sus múltiples matices y maneras de decir y entender se le rebelaban a él y coloreaban y matizaban su modo de acontecer y de comportarse ante este ámbito de realidades mundanas que era lo fundamental que lo constituía como sujeto.
Lo primero que encontramos, que descubrimos antes de tener una idea del yo, de lo uno, es que somos en una pluralidad, que somos en una comunidad que se desdobla en cuanto “con-gregación” que se une a través del vínculo sagrado del logos, del sentido que se manifiesta como acontecer que es vínculo, com-portamiento y palabra.
Previo a descubrir al sujeto separado de una totalidad concreta en que nos vislumbramos, aparece lo común, la dimensión comunitaria y social, lo grupal que es lo que nos constituye como tal, a todo ser humano, que nos desplegamos, desdoblamos en un elemento que nos constituye y sobrepasa, y que actúa medio, como vínculo, como “el agua es para el pez”, mediante la posibilidad de ser sentido a través del ejercicio de la palabra.
La palabra es posible porque revela y con-forma la condición, la situación o el contexto que localiza y despliega desde una toma de sensación de ser en el acontecer, es decir, que nos desplegamos en una constitutiva dimensión mundana, plural, abierta, libre, creadora de sentido, que solo es tal en cuanto actúa, es, acontece, al descubrir lazos, re-unión, vínculo, relación, abrazo, con-junción, em-palme, relación, con-sonancia, cor-respondencia, nexo, de-pendencia, maridaje,…
Lo primero es el conjunto, el acontecimiento, que se manifiesta como conjunción originaria e ineludible.
La realidad en su inmediatez se revela en la palabra, a través del logos, que es fundamentalmente en su virtualidad posibilidad de reunión, de des-cubrimiento, de co-hesionar, establecer, romper, abandonar o negar vínculos.