La condición de académico es una condición nada envidiable en nuestro país y en nuestro tiempo, y ha perdido el estatus y el prestigio de que disfrutaba en otros tiempos. Nadie impresiona a una persona joven de hoy diciéndole que es “profesor universitario”. Si bien conserva algo de reconocimiento, el académico es sólo una figura de autoridad validado por su saber, pero no un paradigma de la sociedad. Nadie sueña con ser en su vida profesor universitario y dedicarse a la docencia o la investigación académica. Es cierto: la profesión universitaria está hoy devaluada. La condición de académico es hoy una condición subestimada.

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Aun así, uno debe aceptarse tal como es y seguir enseñando como el primer día. No ser ejemplo de nada, negarse a que alguien nos pueda poner de ejemplo de algo. Mi hija menor a menudo me critica, me pide que no la sermonee tanto y que deje de decirle “en mis tiempos”. Le he hecho caso: al hablar con ella he erradicado de mi vocabulario la expresión “en mis tiempos”. Es una frase sumamente conservadora que pretende legitimar cualquier tiempo pasado como mejor al actual. Cuando una persona mayor habla con otros más jóvenes y dice “en mi época”, de inmediato pone una barrera que elimina cualquier posibilidad de contacto, de diálogo y de empatía con el público joven.

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Desde la academia vivir nuestra propia utopía, estética y filosófica.

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Necesidades del espíritu. Propiciar espacios dialógicos y críticos, el diálogo libre y abierto al intercambio de ideas. Propiciar encuentros inclusivos, en donde no se hable desde una autoridad vinculada a un saber -esto es, desde un saber autoritario-, sino desde la vivencia y la participación.

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Imposibilidades del dominicano de hoy: respetar las leyes, incluidas las del tránsito, la fila en los comercios y las oficinas, la paz y el sueño de los demás, el espacio ajeno, el parqueo ajeno. La mayor imposibilidad: pensar también en el prójimo. Dejar de pensar un momento en uno mismo para pensar en el otro, en los otros.

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Síntomas de la vida de hoy: aceleración del ritmo de vida, estrés laboral y personal, trastorno de la escala de valores, crisis de las relaciones interpersonales, que se han vuelto del todo utilitarias, irrespeto a los mayores y los ancianos, culto excesivo a la juventud, paralelo al culto al éxito individual, indiferencia e insensibilidad, desaparición de los viejos lazos sociales de solidaridad.

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La modernidad es una cosa tan fascinante como terrible. Nos atomiza y fragmenta, nos separa de los otros, del cuerpo social. Vivimos en casas o edificios de apartamentos, pero no conocemos al vecino, que según los mayores es “nuestro familiar más cercano”. Vivimos en condominios sin vecindad. Vivimos en residenciales, pero no conocemos a las familias que viven en la misma manzana nuestra. El otro es el gran desconocido.

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El nuevo orden encubre nuevas formas de enajenación. Las multitudes se agolpan en las tiendas y los centros comerciales para rendirle culto al objeto, supremo fetiche, y sólo aspiran a un consumo desenfrenado.

Todos adoran el consumismo, pero pocos advierten su trampa. En el mundo del consumidor, las posibilidades son infinitas. El consumo en exceso genera adicción, y esta es por naturaleza autodestructiva, pues como tal imposibilita toda satisfacción. Cualquier adicción resulta autodestructiva porque destruye la posibilidad misma de que el sujeto se encuentre satisfecho alguna vez.

Si meditamos bien podemos descubrir entonces esta curiosa paradoja: para tener y consumir más, debemos trabajar y producir más, y trabajar y producir más, si bien supone mayor confort, también supone menos descanso y tiempo libre, es decir, menos ocio, menos para nosotros mismos, menos bienestar espiritual. En el fondo, paradójicamente, menos confort. Esta mecánica absurda se repite sin cesar y reproduce toda una civilización fundada en el engaño y el simulacro.

Si aspiro a un consumo loco, a un estilo de vida consumista (gastando más de lo que produzco), tendré que vivir por encima de mis posibilidades reales. Y esto no es vida, o al menos buena vida. Porque tendré que vivir siempre en ascuas, en sobresaltos, debiendo y tomando prestado. Así caeré en la trampa del otro que quiere que yo consuma como loco todo el tiempo. Y ya sabemos quién es ese otro que nos induce a consumir como locos.

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La crisis social se expresa también en el ámbito universitario sobre todo como crisis del saber didáctico. El conocimiento productivo, orientado a un valor inmediato, no sólo desdeña la idea de un saber puramente especulativo por inútil e ineficaz, sino que cuestiona incluso toda noción de saber crítico. Al saber humanístico se le tilda de improductivo. El problema es saber si todo conocimiento productivo en sí, por útil y eficaz que sea, es también conocimiento crítico y autocrítico.

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Lo que nos hace falta hoy más que nunca es una auténtica revolución existencial, como llamaba Václav Havel al despertar de una responsabilidad humana más profunda en el mundo, o acaso una revuelta profundamente moral, gandhiana, como propone Ernesto Sábato.