La voluntad de rebelión adquiere hoy formas so­ciales de expresión distintas a las de ayer. Muchos de los movimientos sociales que sobreviven al derrumbe del socialismo real (ecologistas, pacifistas, socialistas, anar­quistas, feministas) alimentan un sentimiento legítimo de rebeldía frente al “nuevo orden mundial”. Carecen de programa y fundamento doctrinal. Son débiles y dis­persos frente a un capitalismo avasallador que impone globalmente sus reglas de juego. Su repertorio de lu­cha a menudo se reduce a una serie de actos y gestos tan pintorescos como desaforados: escenificar batallas campales con la policía, destruir y dañar propiedades, boicotear la celebración de eventos públicos y reuniones internacionales, atacar cadenas de negocios de comida rápida (el blanco favorito: McDonald’s),…

Las manifestaciones de protesta contra las reunio­nes anuales del Fondo Monetario Internacional, el Ban­co Mundial y la Organización Mundial del Comercio, por ejemplo, son muestras de rebeldía espontánea antes que propuestas alternativas de cambio. Dirigidas con­tra el sistema financiero mundial, suelen ser violentas y desordenadas, y tienden a degenerar en disturbios ca­llejeros, actos vandálicos y choques con la policía. Cu­riosamente, sus protagonistas no son los pueblos pobres del Tercer Mundo, agobiados por la pesada carga de la deuda externa, ni siquiera los ciudadanos del país an­fitrión de turno, muchas veces afectados por reformas económicas que disminuyen su nivel y calidad de vida, sino más bien grupos de extranjeros sensibilizados que, con entusiasmo y fervor militantes, se trasladan de un lugar a otro del planeta para protestar en contra de la guerra, la globalización y las políticas neoliberales, que consideran nefastas y criminales.

Goethe prefería la injusticia al desorden. Los jóve­nes rebeldes que protestan y desafían a la policía en las calles de Seattle, Washington, Génova, Praga o Davos prefie­ren el desorden a la injusticia. En el fondo plantean cuestiones legítimas de verdad, justicia y equidad que conciernen a la filosofía. Hace algunos años, el enton­ces presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, tuvo que reconocerlo en su discurso inaugural ante mi­les de delegados internacionales reunidos en el Centro de Congresos de Praga, el antiguo Palacio de la Cultura construido por los comunistas checoslovacos.

Sin embargo, dudo de la eficacia (que no de la legiti­midad) de esas justas protestas poscomunistas. Como gesto de rechazo, de insumisión frente a lo establecido, son buenas y válidas. Esos jóvenes contestatarios tienen toda la razón del mundo en protestar contra la ineficacia e iniquidad de las instituciones multilaterales de financiamiento para aliviar la miseria de dos tercios de la humanidad. Pero como realidad efectiva las protes­tas se disipan tan pronto que parecen un espectáculo de histeria adolescente.

Pienso que aciertan en lo que niegan, pero se equi­vocan en lo que afirman. Les sobran razones, pero les faltan ideas. Los grupos radicales anticapitalistas denun­cian la voracidad imperial, la pobreza creciente del Ter­cer Mundo, la ridícula ayuda oficial de los países más ricos a los países más pobres (ayuda que, de hecho, a co­mienzos del siglo ni siquiera alcanzaba el prometido 0.7 por ciento del Producto Interno Bruto del mundo indus­trializado). No se cansan de repetir el viejo ritornelo (no por repetitivo menos cierto) de que las instituciones de Bretton Woods son instrumentos de dominación econó­mica del capitalismo. Cuestionan la idea de la globaliza­ción como destino inexorable, como proceso inevitable al cual está abocada la economía mundial, una espe­cie de “fatalité inmodifiable”, de fatalidad irremedia­ble; cuestionan su rostro inhumano, deshumanizante, deshumanizador. En cambio, no proponen alternativa concreta alguna a los problemas de pobreza, desigual­dad y mala distribución de la riqueza en el mundo.

Con todo, debo ser justo y reconocer que los protestatarios compensan su falta de imaginación política con una in­ventiva y destreza extraordinarias para burlar los cercos policiales y hacerse sentir. Durante las protestas todo se confunde y pierde por un instante su sentido. Todo es engañoso, ilusorio, intercambiable, y las jerarquías pa­recen trastocarse. Es el mundo al revés: los pacifistas se violentan y tiran piedras, los anarquistas se organizan para enfrentar a la policía, los ecologistas lanzan con­taminantes cócteles Molotov, las aguerridas feministas se refugian detrás de los hombres… A la distancia, cual simples espectadores, los congregados –la élite del capi­talismo mundial- contemplan la escena como criaturas indefensas y cautivas. Dóciles y pacientes, los delegados del Tercer Mundo reciben instrucciones que luego eje­cutan fielmente en sus países.

Refutado el marxismo por la historia posterior, es imposible recurrir hoy a una teoría de la historia y de la revolución, mucho menos a una teoría del Estado, del sujeto o del lenguaje; tampoco a un pensamiento fuerte capaz de guiar una praxis revolucionaria y de transfor­mar el mundo. De ahí que haya surgido un “pensamien­to débil”, posmoderno y desesperanzado. Las nuevas re­beliones se fundamentan a sí mismas sobre la carencia de metas y perspectivas claras. Sin programa teórico, sin ideas claras, apelando sólo a su sensibilidad, los mo­vimientos rebeldes (que se saben incapaces de provocar una revolución) invitan a la revuelta y la desobedien­cia civil. Su divisa común es un gran rechazo: No new world order!

Hoy haría falta crear nuevas formas de protesta y rebeldía, más allá de las convencionales, y renovar el repertorio entero de lucha. Tal vez las posibilidades re­volucionarias de los movimientos anticapitalistas sean escasas, pero les sobra fuerza moral. Si bien carecen de consistencia teórica, al menos llevan consigo una razón de ser suprema: que en un mundo de escandalosas injus­ticias y desigualdades, la rebelión no ha dejado de tener sentido. Porque es bueno que los jóvenes protesten, que se rebelen, que griten y no callen. Es saludable que la protesta contra un mundo injusto y desigual no muera y siga viva. La rebeldía prueba que el espíritu está vivo, que piensa, que siente y disiente del Poder. Nos recuerda que las contradicciones no han sido superadas, y aún están muy lejos de serlo.

Porque siempre será lícito y deseable cuestionar el mundo que nos ha tocado en suerte. El coraje del hombre radica en sa­ber decir “no” al Poder que le aplasta. Cuando veo a un joven disidente desafiar solitario una hilera de tanques en medio de una plaza, o a un niño arrojar piedras contra un tanque invasor, o a un hombre alzar el puño amenazante en nombre de alguna utopía redentora, entonces no me cabe duda de qué lado está la dignidad y dónde moran los sueños.