“¿Qué es un rebelde? Un hombre que dice no”

Albert Camus

El hombre que piensa, juzga el mundo y la creación entera. Sueña y afirma, pero también duda y niega. El hombre que actúa, crea o destruye, acepta o rechaza el mundo que le ha tocado en suerte. O uno acepta sumiso el orden del mundo y sus leyes o se rebela contra él. No hay posturas intermedias.

Camus dice que la rebelión es el movimiento mismo de la vida. Como ella, no se argumenta ni se razona: es instintiva y espontánea. No hay que buscarle razones, pues surge de un sentimiento natural y no de un razo­namiento lógico. Se es rebelde y punto, por vocación, por indignación, por ruptura con el mundo. Desde el momento mismo en que admito encontrar causas que la legitimen, mi rebeldía pierde fuerza vital: se racionaliza. Deja de ser un movimiento voluntario, un acto puro de la voluntad, para convertirse en rebelión razonada.

La condición humana es una condición rebelde contra el orden cósmico, divino y humano, y aun con­tra sí misma. El hombre es la criatura que se rebela, porque quiere ser algo más que hombre en un mundo de hombres. La rebeldía es también nuestra condición filosófica.

La verdadera rebelión es más metafísica que política. Porque no se trata sólo de subvertir un orden social injusto, sino de algo mucho más subversivo, radical y profundo: de rebelar­se frente a cuestiones insolubles como el sufrimiento, el mal y la muerte. El rebelde ataca la creación y el falso orden del mundo. La rebelión es un impulso natural, un instinto. Nos pertenece y nos constituye. Fue nuestro primer acto, el acto que marcó nuestro exilio del Paraí­so. Porque hemos nacido de una desobediencia, de una insumisión a la ley divina, del gesto desobediente del primer hombre en el Jardín. Lucifer, Adán, Prometeo son figuras emblemáticas de la rebelión. El gesto desa­fiante de Lucifer, el ángel rebelde, lo desterró del cielo y lo precipitó a la Tierra. El acto de Adán, su deseo de sa­lir de ese eterno presente que era el Paraíso, le hizo caer y perder la Gracia. Prometeo roba el fuego de los dioses y se lo regala a los hombres. En castigo, Zeus le condena a padecer de por vida terrible sufrimiento. El pecado de Adán, su primer acto, es la desobediencia a Dios. Su pecado es un acto de conocimiento. Adán quiere cono­cer, ser como Dios, igualarse a su creador. La rebelión de Luzbel desnuda su infinita ambición de poder, su de­seo de ser dios (“es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo”, dice el Lucifer de Milton); la de Adán revela su voluntad de conocer y actuar al margen de Dios; la de Prometeo resume un gesto supremo de solidaridad con los hombres. La rebelión prometeica es la rebelión por excelencia.

La rebeldía anárquica siempre ha atraído más por su fuerza de negación que por su contenido positivo. Parece latir oculta en el fondo mismo de nuestro ser. Contra la rebelión luciferina se podría argumentar que destruir lo creado es más fácil que crear. Pero a la au­téntica rebelión no la mueve el mero impulso dinamite­ro, ni el intento de destronar a Dios para colocar en su lugar a un Ídolo.

La rebelión de hoy impugna esta “sociedad de opu­lencia”, este mundo de propietarios rehabilitado tras el fracaso de las utopías seculares; impugna sus valores ca­ducos, su respeto sagrado por la propiedad privada, su desmedido afán de lucro. Si la revolución era un destino y una promesa de redención de los pobres del mundo, la rebelión es un acto libre y tal vez sin mañana del hom­bre que odia las cadenas y aborrece a los ídolos.

En los días que corren, la rebelión frente al nue­vo (des)orden mundial está encabezada por los grupos minoritarios y marginales de la contracultura. Son las nuevas negaciones del poder. En ellos la rebeldía es casi instintiva: una inclinación natural, una vocación inso­bornable. No obedece a un programa teórico, ni se guía por una doctrina particular. Lo esencial no es transfor­mar el mundo, ni siquiera interpretarlo, sino oponérsele. Razonan –o mejor, sienten- más o menos así: el mundo tal como existe no debería ser, y tal como debería ser no existe.

Desde que en 1989 la revolución socialista dejó de ser una alternativa viable en el mundo, el puro gesto anárquico ha sustituido a la lucha revolucionaria. Re­cuerdo este grafiti garabateado en una pared de Bra­tislava: “Já jdu proti všem” (“Voy contra todos”). Los rebeldes de hoy, como los de ayer, repudian este desor­den establecido por considerarlo injusto y opresor. En realidad, su filosofía bien podría resumirse en la frase preferida del ácrata Plinio Chahín: “Dime de qué se tra­ta para oponerme”.

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