NUEVA YORK – Las economías avanzadas padecen una variedad de problemas muy arraigados. En Estados Unidos, en particular, la desigualdad está en su mayor nivel desde 1928, y su PIB sigue creciendo a un ritmo terriblemente lento en comparación con las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Tras prometer un crecimiento anual del “4, 5 e incluso 6%”, el presidente estadounidense Donald Trump y sus acólitos republicanos en el Congreso sólo han logrado niveles de déficit inéditos. Según las últimas proyecciones de la Oficina de Presupuesto del Congreso, el déficit fiscal federal llegará a 900 000 millones de dólares este año, y superará la marca del billón de dólares cada año después de 2021. En tanto, el estímulo efímero inducido por el último aumento del déficit ya está desapareciendo, y el Fondo Monetario Internacional prevé que Estados Unidos crecerá un 2,5% en 2019 y 1,8% en 2020, una caída respecto del 2,9% de 2018.
Muchos factores contribuyen al problema de falta de crecimiento y alta desigualdad de la economía estadounidense. La mal diseñada “reforma” impositiva de Trump y los republicanos agravó deficiencias previas del código tributario, canalizando todavía más ingresos a los que ya ganaban más. Al mismo tiempo, falta todavía una buena gestión de la globalización, y los mercados financieros siguen más orientados a la extracción de beneficios económicos (búsqueda de rentas, en la jerga de los economistas) que a proveer servicios útiles.
Pero un problema todavía más profundo y fundamental es la creciente concentración de poder de mercado, que permite a las empresas dominantes explotar a sus clientes y exprimir a sus empleados, cuyo poder de negociación y protecciones legales se están debilitando. Los altos ejecutivos obtienen remuneraciones cada vez mayores a expensas de los trabajadores y de la inversión.
Por ejemplo, los ejecutivos corporativos estadounidenses consiguieron que la inmensa mayoría de los beneficios del recorte impositivo fueran para dividendos y recompras de acciones, que en 2018 superaron un nivel récord de 1,1 billones de dólares. Las recompras aumentaron los precios de las acciones y mejoraron el cociente de ganancias por acción, en el que se basa la remuneración de muchos ejecutivos. En tanto, la inversión anual se mantuvo limitada (13,7% del PIB) y muchos planes corporativos de pensiones quedaron subfinanciados.
Casi no hay lugar donde no se vean señales de un creciente poder de mercado. Grandes márgenes de ganancias están ayudando a las corporaciones a obtener enormes beneficios. En un sector tras otro, desde cosas pequeñas como alimentos para gatos hasta cosas grandes como telecomunicaciones, servicios de televisión por cable, aerolíneas y plataformas tecnológicas, unas pocas empresas han llegado a dominar entre el 75 y el 90% del mercado, y a veces más; y el problema es todavía más pronunciado en el nivel de los mercados locales.
Conforme el poder de mercado de los gigantes corporativos aumentó, lo mismo ocurrió con su capacidad para influir en la plutocrática política estadounidense. Y conforme el sistema se inclinó cada vez más a favor de las empresas, a la ciudadanía de a pie se le ha vuelto mucho más difícil defenderse de maltratos o abusos. Un ejemplo perfecto es el uso extendido de cláusulas de arbitraje en contratos laborales y de servicio, que permiten a las corporaciones resolver disputas con empleados y clientes a través de mediadores favorables en vez de hacerlo en los tribunales.
Múltiples fuerzas impulsan este aumento del poder de mercado. Una es el crecimiento de sectores con grandes efectos de red, en los que resulta fácil para una sola empresa –por ejemplo Google o Facebook– obtener el dominio del mercado. Otra es la actitud predominante de la dirigencia empresarial, que se acostumbró a pensar que el único modo de asegurar ganancias duraderas es por medio del poder de mercado. Como dijo el inversor de riesgo Peter Thiel: “competir es para perdedores”.
Algunos dirigentes empresariales estadounidenses mostraron verdadero ingenio en la creación de barreras de mercado que impiden toda competencia significativa, con ayuda de una fiscalización laxa de las leyes de defensa de la competencia y de la falta de actualización de esas leyes para la economía del siglo XXI. Esto llevó a que la tasa de creación de empresas nuevas en Estados Unidos esté en caída.
Nada de esto es buen presagio para la economía estadounidense. El aumento de la desigualdad implica una caída de la demanda agregada, porque quienes están en la cima de la distribución de la riqueza tienden a consumir una fracción menor de sus ingresos que quienes cuentan con medios más modestos.
Además, por el lado de la oferta, el poder de mercado debilita los incentivos a invertir y a innovar. Las empresas saben que si producen más, tendrán que reducir sus precios. Por eso sigue habiendo poca inversión, a pesar de que en Estados Unidos las corporaciones obtienen ganancias récord y hay billones de dólares de reservas en efectivo. Además, ¿por qué molestarse en producir algo valioso cuando uno puede usar su poder político para extraer más rentas por medio de la explotación del mercado? Una inversión política en conseguir una rebaja de impuestos rinde mucho más que una inversión real en plantas y equipos.
Para colmo de males, el bajo nivel del cociente recaudación impositiva/PIB en Estados Unidos –apenas 27,1%, incluso antes de las rebajas de Trump– implica que hay escasez de dinero para invertir en infraestructura, educación, atención médica e investigación básica, todo lo cual es necesario para garantizar el crecimiento futuro. Esas sí son medidas ofertistas que se “derraman” a toda la sociedad.
Las políticas para combatir un desequilibrio de poder económicamente dañino son sencillas. Hace medio siglo que los economistas de la Escuela de Chicago, partiendo del supuesto de que los mercados en general son competitivos, hacen girar la política de competencia en torno de la eficiencia económica exclusivamente, sin atender a cuestiones más generales de poder y desigualdad. Lo irónico es que ese supuesto empezó a dominar la formulación de políticas justo cuando los economistas comenzaban a revelar sus defectos. El desarrollo de la teoría de juegos y de nuevos modelos con información imperfecta y asimétrica dejó al descubierto las profundas limitaciones de la modelización de la competencia.
Es necesario poner al día la legislación. Hay que declarar ilegal cualquier práctica anticompetitiva, y punto. Y además de eso, hay infinidad de otros cambios que hay que hacer para modernizar la legislación antitrust en los Estados Unidos. Los estadounidenses tienen que mostrar la misma determinación en defender la competencia que las corporaciones han mostrado en evitarla.
El problema, como siempre, es político. Pero en vista del poder que han amasado las corporaciones en Estados Unidos, hay motivos para dudar de que el sistema político estadounidense esté a la altura de la reforma necesaria. Si a esto le sumamos la globalización del poder corporativo y la orgía de desregulación y capitalismo prebendario bajo Trump, resulta evidente que la delantera tendrá que llevarla Europa.
Traducción: Esteban Flamini