El presente tema, a pesar de la importancia que tiene tanto para la vida práctica, como para el desempeño de una profesión científica, para muchas personas permanece envuelto en brumas como una nebulosa.
Empero, como se trata de un asunto de una importancia capital para la vida social de las sociedades basadas en la gestión del conocimiento, que no viene adecuadamente definido y acotado en sus límites reales –la vida misma, la cotidianidad de nuestro existir encubriría sus relaciones y dimensiones reales–, pues al tratar de definir de manera práctica y directa aquello que reúne y lo que aporta cada término de estas disciplinas, las prácticas que comportan y al no disponer de una orientación para poder desentrañar las dificultades que implica algo tan fundamental para la vida compleja de las sociedades modernas, es decir, poder dar razón de cómo se articula y organiza nuestro conocimiento del mundo, cómo se desdobla y efectúa la unidad del saber a través del acoplamiento de las diversas ciencias las unas a través de las otras, articulación y unidad que ha sido la primera aspiración del conocimiento en Occidente, de modo que las diversas disciplinas encuentren su unidad en un despliegue orgánico y coherentemente planteado como un sistema de las ciencias.
Explicitar lo que comportaría alcanzar y describir en sus partes una organización sistemática, real y coherente de la unidad del conocimiento, alcanzar a definir cómo se articularía la constitución de cada una de las ciencias y a la vez, mostrar como estas se integrarían en una jerarquía en un horizonte general de sentido, actualmente queda en el aire.
Las diversas ciencias existentes en la actualidad, inmersas en un progresivo proceso de micro subdivisión en las más diversas especialidades, origina que cada una de ellas vengan definidas por un campo de estudio más y más reducido, de suerte que semejante división y subdivisión resultan en consecuencia en el ocultamiento y pérdida de conciencia de sus posibles y sutiles relaciones reciprocas, de tal suerte que hoy no alcanzamos a determinar los tipos y modalidades que asumen sus relaciones mutuas que toman cuerpo desde un tipo de ocupación práctica que troquela nuestro quehacer constructivo histórico-contemporáneo.
Estos tipos de saberes generalmente aparecen para solucionar problemas concretos, coyunturales en la realización de operaciones pragmáticas que operan para solucionar con respuestas prácticas –más que derivados de necesidades teóricas epistemológicas–, desde decisiones de carácter técnico, al originarse, con mucha frecuencia, en la necesidad de resolver problemas concretos circunstanciales.
Tales esquemas científicos evaden la vía natural del surgimiento de una ciencia, es decir, no surgen al tomar en cuenta un campo de diversas formas, condiciones y principios a adoptar según criterios epistemológicos codificados, que deberían servir de paradigmas del modo de ser y la estructura de una ciencia.
Es por ello que algunos estudiosos para cortar de raíz lo que llegan a definir como un falso problema resuelven la diferencia planteada entre las indicadas disciplinas al afirmar que la filosofía es una disciplina que frente al exuberante desarrollo que han alcanzado las ciencias durante los últimos dos siglos, ha quedado como un puro ejercicio retorico que no lleva a ningún resultado concreto frente a los avances tangibles que nos proporcionan las ciencias y las tecnologías de punta.
Sin embargo, frente al cacareado éxito de los saberes científicos, y si se toma en cuenta otros criterios que son atribuidos al desarrollo de métodos derivados del ejercicio del pensamiento filosófico tenemos que reconocer que en ambos campos, desde la visión actual, opera una perspectiva predominante que sostiene que el relativismo envuelve a toda manifestación de los diversos substratos en que se manifiesta las diferentes modalidades del conocimiento al día de hoy.
La misma existencia y comprobación de la teoría de la relatividad especial de Einstein y la Teoría de los quanta o las teorías genéticas o hermenéuticas en las ciencias sociales son ejemplos palpables de lo que sostengo.
Hoy al estudioso que hurgara en las entrañas tanto del saber científico como del análisis reflexivo de carácter filosófico, al observar lo que acontece caemos en la cuenta que en el saber contemporáneo se hace imposible afirmar la existencia de verdades absolutas, generales, ideales, eternas o de procedencia divina.
Podemos entrever y sentir como el aire de la época, con bastante claridad, que en nuestro tiempo ha desaparecido la posibilidad de referirnos a verdades absolutas, válidas en todo tiempo y lugar. Hemos superado el tiempo en que lo verdadero puede alcanzar la categoría lo absoluto, eterno, universal.
Todas las respuestas que el hombre ha intentado dar a preguntas últimas y los grandes relatos, elaborados para justificar los planos religiosos, filosóficos o científicos, se han revelado como no verdaderos, no sustentables, no sostenibles en un horizonte general, universal, de sentido.
Igualmente, no nos es dable señalar a algún fundamento último, indiscutible, incontrovertible. No encontramos ningún axioma cuya validez no sea limitada, particular, temporal, limitada.
No hemos dado en la historia del saber con un fundamento indiscutible para sostener algún fin o finalidad última, que fuese concluyente, deseable indudablemente para todos, sea en el orden mundano o en el trascendente de la imaginación; la idea de que la vida humana y la historia posean un sentido intrínseco se ha revelado históricamente como un non-sense.
Tal ausencia de sentido se revela, también, en la imposibilidad de postular o afirmar la existencia de un origen trascendente del mundo y de los humanos, de un hacedor, un dios o un creador supremo.
Para designar esta condición de desarraigo histórico, moral y religioso, e indicar las imágenes, máscaras y metáforas que la necesidad histórica humana de certeza ha creado para ocultarse esta condición, contamos con descripciones del estado de ánimo que adoptamos ante esta situación, la nombramos como falsa consciencia, como filosofar al final de la metafísica o la necesidad de la asunción nihilista de la nada, excluyendo algún tipo fundamento solido para el ser.
Símbolo de esta disposición presente desde sus comienzos en el pensamiento moderno, me parece el lema que adopta Descartes para guiar su vida: Larvatus prodeo (adelanto enmascarado).
Por otro lado, conocemos de la no suficiencia de los procesos de verificación empírica para la prueba de la verdad plena de una hipótesis. Hemos constatado en las diversas historias del mundo que el reino universal de la razón –que viene urdido por los humanos para justificar su propio ser, a los entes y el cosmos– es pura ilusión.
Hemos descubierto, desde hace siglos, que la razón es un instrumento muy limitado, que no puede dar ni rendir cuenta de sí misma en cuanto razón; y aún más, sabemos que su origen está colocado fuera de ella misma, que no tiene la dignidad que se atribuye, y se postula que esta derivaría de una arrebatada e irracional experiencia dionisíaca, que radicaría en algo no racional, no lógico, en algo instintivo, en algo contingente, en un modo de ser histórico epocal, aleatorio, casual.
También conocemos y experimentamos permanentemente la no universalidad de los estatutos teóricos de las ciencias y existimos conscientes de que la connotación, las tonalidades y matices que se generan de parte de los paradigmas histórico-culturales nos conducen al desaliento subjetivo y producen el desencanto frente al mundo, que arropa al intelectual contemporáneo occidental, que adopta, por tales límites y muros con que se topa cotidianamente, mostrar una actitud cínica, resentida, pesimista, nihilista con respecto a las posibilidades de soñar, de dar rienda suelta a la imaginación creativa, de entrar al reino de lo posible.
En nuestro tiempo por tales razones, todo cuanto se busca tiende a ser valorado por su categorización como ser cuantificable, manipulable. Se determina por manifestarse valor de cambio o por dar brillo personal y académico.
El científico actual se siente pago al asumir en su comportamiento social que la ciencia se rige por aspectos no científicos, dejándose dominar por lo que podríamos llamar una retórica de la ciencia, que experimenta y expresa como experto en relaciones públicas y como maestro para comunicar en un nivel menos documentado en sentido epistemológico, prima ahora la divulgación, lo que es puro ornamento exterior, lo subjetivo, que no tiene mayor trascendencia epistemológica.
El investigador hoy se refugia en una estética de la ciencia desde la que saca brillo y raro acento al confundir la ciencia con la tecnología ingenieril adecuada para transformar el mundo.
Es imposible para el ser humano sustentar y demostrar la consistencia de alguna realidad sobre algún principio que se postule como único, de donde derivaría por emanación o creación la realidad, en razón de que el pensamiento humano solo puede expresar relaciones. Por ello la unidad mínima de sentido en la lógica es la proposición que tiene la forma: «S ⊃ P».
Lo uno lo alcanzamos tanto en el pensamiento metafísico, como en la filosofía de las matemáticas, gracias a un proceso de puesta entre paréntesis, de separación de los elementos que constituyen un conjunto, que actúa como la experiencia primaria que nos permite, por la vía de la abstracción, alcanzar lo uno, lo indeterminado, en cuanto es posible determinarlo en el terreno imaginario.
Es por ello por lo que en múltiples sabidurías ancestrales se plantea como número mágico el tres, la trinidad, símbolo de una totalidad o del conjunto de elementos mínimos que compondrían un conglomerado cerrado en sí mismo y que se dona como una totalidad.
No creo que hasta el momento pueda indicarse un fundamento que permita sobrepasar el nihilismo inicial que se derivaría de la experiencia histórica nietzscheana de la muerte de Dios, porque es imposible sustentar algo infinito sobre el concepto de la nada.
Nuestra libertad, o la apertura, que permite a nuestro ser acceder al mundo considerado como trama de relaciones que se cierra en sí misma desde nosotros, se sustenta desde nuestra originaria capacidad de vivenciar la presencia del ente desde la experiencia de la nada, que a su vez sirve de base para poder elaborar la experiencia de lo negativo.
La experiencia de la nada tiene la capacidad de abrirnos a la posibilidad de crear sentido. La nada permite que acontezca la estructuración de la intencionalidad en la apertura ontológica que se constituye en el ec-sistir (*), que es la forma primaria y necesaria de crear sentido.
Trato ahora con suma brevedad sobre el origen histórico de la filosofía y su papel respecto a las ciencias.. Esta se origina como una creación propia y única del pueblo helénico hace ya más de veinticinco siglos, es la matriz de donde ha surgido la concepción de la ciencia, que ha permeado desde entonces, como ideal de conocimiento, a toda la cultura occidental, la cual, a su vez, ha marcado con su expansión planetaria, a todo tipo de conocimiento, toda praxis y toda historia. Esto lo reafirmamos, de entrada, para situar el alcance de la presencia histórica de la filosofía en nuestra cultura y resaltar su implícita complicación ideal en todo proceso de teorización y práctica científica.
En la actualidad, las ciencias se han desarrollado exuberantemente. Hacer ciencia, en nuestros días, significa explicar, mediante un método rigurosamente formulado, un campo particular de objetos. Para las ciencias, todo lo que se manifiesta con independencia del método científico es o inexistente o carece de importancia y valor.
Los éxitos crecientes de la ciencia moderna se deben preponderantemente al creciente proceso de su especialización. Sin embargo, en tales condiciones de extrema división y subdivisión, la unidad del saber científico no puede ser sino la pura yuxtaposición de múltiples universos objetivos, separados radicalmente los unos de los otros. ¿Pues, que relación parecen tener el universo de la física cuántica y el que describe un antropólogo, un economista o un lingüista? Esta situación ha dado lugar a que la unidad del saber, que constituye el ideal de la ciencia, se vaya estructurando de modo puramente casual e ingenuo, algo de lo cual la ciencia siempre ha pretendido ser ajena.
Acontece que la unidad del saber se presenta, o como la unificación aleatoria de las diversas y heterogéneas especialidades, lo que produciría, como hemos señalado, que dicha unificación ocurre de modo improvisado y desorganizado; o bien, nos proponemos sentarla sobre una auténtica articulación, esto, si pretendiéramos ir más allá del mero amasijo de disciplinas que se desarrollan separadas y contradictoriamente las unas frente a, y, al lado de las otras, sin aparente nexo o conexión, sin aparente relación de continuidad entre ellas.
Si nuestra ciencia no pretendiera alcanzar una articulación racional y fundamentada del saber se destruiría la pretensión primera y el ideal del saber científico que es, precisamente, poder explicar el mundo en su totalidad de una manera ordenada, metódica, siguiendo sus múltiples facetas y sentidos, dando razón de sus diferentes planos, estructuras, dimensiones y posibilidades.
Sin embargo, para plantearnos el problema de la auténtica unidad del saber científico, tendríamos que ir más allá del mero quehacer científico inmediato; tendríamos, en primer lugar, que trascender la mera práctica investigativa. Se haría necesario plantearnos, en otra dimensión, cuál sería el sentido de la ciencia, y lograr por esta vía una transformación que tenga, a su vez, una profunda incidencia en los planteamientos metodológicos de las ciencias. ¿Quiénes podrían hacer esto? Considero que tales desarrollos sólo se alcanzarían a través de un trabajo mancomunado e intenso de investigadores y filósofos. Hasta que no alcancemos consciencia todos nosotros, los que nos dedicamos a su ejercicio y cultivo: científicos y filósofos, de la necesidad de edificar caminos que posibiliten la unificación del saber científico y, efectivamente, trabajemos todos, con decisión, para lograrlo, tal unificación será palabra hueca, que se nos presentará con las características nebulosas de un sueño.
En 1929, el filósofo alemán Martín Heidegger elaboró una conferencia titulada: ¿Qué es metafisica?. En ella enunció la famosa, polémica expresión: La ciencia no piensa, la cual provocó una sensación de desconcierto y gran estupor cuando fue pronunciada.
¿Qué pretendía señalar el citado pensador más allá de toda polémica momentánea cuando afirmaba que la ciencia no piensa? A nuestro juicio, intentaba expresar, de un modo muy abreviado, que la ciencia no se mueve en la dimensión de la filosofía; y, al mismo tiempo, destacaba que la ciencia necesita de ella, de la filosofía, para poder ser ciencia como tal.
La ciencia, en sí misma, no puede decidir qué es el movimiento, qué es el tiempo, qué es el espacio, qué es el número, etc. .. La ciencia no puede pensar, ni decidir con sus métodos, sobre sus fundamentos. Esta decisión se cumple en otra dimensión, en una dimensión que se otorga sólo en la filosofía.
El nivel de desarrollo de una ciencia se determina por su capacidad para experimentar una crisis filosófica de sus conceptos fundamentales. Recuérdense los grandes cambios y avances alcanzados en las ciencias más rigurosas y respetadas, durante todo el siglo XX, gracias, precisamente, a estas crisis planteadas en sus fundamentos; piénsese en las matemáticas, en las ciencias físicas, en la biología, en la economía, en las ciencias históricas. Ha sido allí, en tales procesos de renovada fundamentación, donde dichas ciencias han logrado redefinir una radical vinculación metodológica con su objeto, y también ha sido desde tal redefinición de donde han podido alcanzar una nueva rigurosidad que les ha permitido hacer grandes avances hacia más coherentes desarrollos.
Para que pueda haber ciencia, en un sentido auténtico, debe de darse, siempre, un doble movimiento: Primero, tendríamos que cumplir un camino que va desde la formulación de hipótesis explicativas sobre el comportamiento de un campo objetivo específico, para luego, aplicar un método científico pertinente al campo objetivo para extraer implicaciones concretas de los planteamientos teóricos mediante comprobaciones obtenidas en laboratorios, en la experimentación, siguiendo, para todo ello, las estrictas regulaciones definidas en la metodología.
Con posterioridad, sería necesario realizar otro movimiento, cumplir otro impulso que conllevaría realizar un cambio de dirección. Entonces, habría que pasar a decontruir los resultados alcanzado, proceder a la descomposición y al desmonte conceptual de los presupuestos constitutivos de los campos objetivos, de las hipótesis y de los procedimientos metodológicos que han sustentado el proceso investigativo con miras a edificar sobre terreno firme y de manera rigurosa todos los conceptos, los principales y los derivados que constituyen tal ciencia. Hacia ésta segunda dirección es hacia donde se orienta la instancia filosófica necesaria para el cumplimiento de la ciencia como tal.
(*) Trata de abrir la x, de existente. La descompone para mostrar que existir es en realidad ser fuera de sí, cabe lo otro, el mundo. Es esa modalidad que constituye la esencia humana en cuanto no somos como los animales apresados y retenidos en el instinto. El humano es un ser excéntrico. Siempre tenemos la posibilidad de salir de nosotros y esa capacidad se muestra y actualiza en la capacidad de elaborar sentido, dirección y por ende de habitar en la palabra, dar espacio, abrir dimensiones y crear mundos y épocas.