La República Dominicana ha experimentado una transformación estatal como consecuencia del reconocimiento de la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho en la reforma constitucional del 26 de enero de 2010 (artículo 7 de la Constitución). Este modelo no sólo obligó al constituyente a reconocer nuevos derechos y garantías a favor de los ciudadanos, sino que además transformó la naturaleza de la relación existente entre el Estado y las personas. Decimos esto, pues en un Estado Social y Democrático de Derecho las personas son los verdaderos protagonistas de las políticas públicas, de modo que los órganos estatales están obligados a garantizar el respeto de su dignidad humana, los derechos fundamentales, el trabajo, la soberanía popular y la separación e independencia de los poderes públicos.

Así lo reconoce el legislador en el considerando cuarto de la Ley No. 107-13 sobre los derechos y deberes de las personas en sus relaciones con la Administración Pública de fecha 8 de agosto de 2013, al señalar que “en un Estado Social y Democrático de Derecho los ciudadanos no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana, siendo en consecuencia los legítimos dueños y señores del interés general, por lo que dejan de ser sujetos inertes, meros destinatarios de actos y disposiciones administrativas, así como de bienes y servicios públicos, para adquirir una posición central en el análisis y evaluación de las políticas públicas y de las decisiones administrativas“.

Sin duda alguna, como bien se desprende del artículo 8 de la Constitución, la función esencial de un Estado Social y Democrático de Derecho consiste en “la protección efectiva de los derechos de las personas, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”.

De este artículo se infiere que a partir de la Constitución de 2010 la República Dominicana abandona la concepción tradicional del Estado como un ente absoluto, fijando a las personas como el centro de todas las decisiones administrativas. En palabras de Jorge Prats, “esta posición constitucional de la persona, como sujeto digno y titular de derechos fundamentales, la acompaña en la totalidad de sus contactos con la Administración, constituyendo precisamente la protección de dicha posición la misión principal del Estado” (Jorge Prats. La posición jurídico-constitucional de la persona frente a la Administración”, 23 de octubre de 2015). Esta posición jurídico-constitucional de las personas, -la cual se deriva de la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho-, ha tenido grandes repercusiones en nuestro ordenamiento jurídico.

En primer lugar, es oportuno señalar que el reconocimiento de este modelo produjo la constitucionalización de los derechos sociales y, por consiguiente, la responsabilidad del Estado de tutelarlos en base a la premisa del principio de progresividad. Según este principio, las instituciones públicas no pueden desmejorar las condiciones originalmente preestablecidas entorno a los derechos sociales, de manera que, una vez logrados ciertos avances en su concreción, el Estado debe mantener y garantizar dichas condiciones salvo razones rigurosamente justificadas. Para el Tribunal Constitucional,  “las condiciones de accesibilidad a la propiedad de las viviendas de interés social revisten, por la naturaleza prestación del derecho a la vivienda digna como derecho social, de una protección jurídica -respecto de otros derechos fundamentales- sustentada especialmente sobre la base del principio de progresividad y la cláusula de no retroceso en materia de derechos económicos, sociales y culturales que impiden a las instituciones del Estado desmejorar las condiciones originalmente preestablecidas salvo razones rigurosamente justificadas” (TC/0093/12 del 21 de diciembre de 2012).

En segundo lugar, debemos aclarar que la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho no sólo transforma la participación del Estado en el ámbito social, obligándole a asumir un rol más activo para revertir las situaciones de inequidad producto de un “capitalismo liberal salvaje” (Jorge Prats: 77), sino que además concretiza en el ámbito económico un modelo de economía social de mercado, caracterizado por la intervención reguladora del Estado en el equilibrio de intereses de los mercados. En otras palabras, a partir de la reforma constitucional de 2010 el Estado retiene la responsabilidad de “gobierno del mercado”, por lo que debe crear un “espacio regulatorio compartido” en el cual el mercado se erija por sus propios criterios, pero bajo los límites y normas generales desarrolladas por los órganos administrativos (Oscar Muñoz: 1993).

En definitiva, la función social del Estado en el modelo económico asumido por la Constitución de 2010 se concretiza en su rol de regulador, de modo que el Estado tiene la responsabilidad de equilibrar los intereses individuales de los agentes, con el objetivo de fomentar el crecimiento económico, pero de una forma compatible con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas. En este nuevo modelo de Estado, los órganos estatales actúan como árbitros de las relaciones suscitadas en los mercados, a fin de evitar situaciones de inequidad, discriminación y de exclusión de los sectores más vulnerables a los medios esenciales de producción. En otras palabras, la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho obliga a la adopción de medidas que garanticen de forma progresiva los derechos sociales de las personas, para lo cual el Estado puede asociarse con el sector privado (artículo 218 de la Constitución), pero bajo un marco regulatorio compartido. De modo que el Estado debe asumir un control intenso, localizado y prolongado sobre la iniciativa económica privada para asegurar la seguridad y los intereses de la colectividad.