Tengo relaciones de trabajo y de amistad con varios visitantes frecuentes a esta ciudad capital, y más que la impresionante cantidad de torres para diversos usos, fruto de ese indetenible e incontrolable incesante del capital inmobiliario, es su desastroso sistema de transporte. Con profunda decepción/pesar es frecuente oírlos decir que este sistema está llevando esta urbe hacia su colapso. Una lástima, porque esta ciudad es actual y potencialmente uno de nuestros mayores activos para el desarrollo de la actividad turística y, en términos globales, para la economía nacional. El asombro ante ese insostenible sistema de transporte distrae la atención de la cara más afrentosa de nuestra capital y su entorno: la cara de la pobreza y la desigualdad.

La economía dominicana tiene más de cinco décadas de ininterrumpido crecimiento, algunos lo dicen con orgullo y otros lo constatan con espíritu crítico, porque a pesar de ese crecimiento no se ha podido detener la desigualdad, que es la cara más ignominiosa de la pobreza. Ese crecimiento, indudablemente, se refleja en las grandes torres y en la cantidad de vehículos que circulan por nuestras calles, muchos de ellos de cilindrada, marca y precios que se lo sueñan los sectores medios y altos de ciudades de países altamente desarrollado. Pero, al tiempo que se multiplica ese aparente desarrollo, se multiplican las zonas hiperdegradadas del entorno de los centros de las principales ciudades Determinando urbes a dos y tres velocidades: de riqueza y lujo y de pobreza y desigualdad

Al lado de vehículo más lujoso, transita un motorista con dos y tres niños en dirección a un centro escolar. Transita una flota de vehículos de lujo, y en las aceras, bajo una inclemente y pertinaz llovizna una fila de gente esperando una destartalado “medio” de transporte, caro e inseguro. Esperando un vehículo que muchas veces no llega porque sus dueños o conductores no se rigen por frecuencia o horario de trabajo alguno. El usuario del transporte urbano e interurbano está desprotegido. Los medios de comunicación y los conductores (propietarios o no) se quejan de los tapones, mientras que poco o nada dicen de la incomodidad e inseguridad de la cotidianidad de quienes carecen de vehículos.

La disciplina de los conductores de cualquier medio de transporte, impuesta por la por fuerza o persuasión, los cambios de sentido de las calles para agilizar la movilidad, la incorporación de corredores o de más medios, ayudan a mejorar el tránsito, pero la esencia de este tema radica en quién gestiona el sistema, la racionalidad que este tenga, en carácter colectivo (masivamente colectivo) del servicio, con horario y frecuencia de obligado cumplimiento, y eso no puede hacerlo otra autoridad que no sea el ayuntamiento. No oficinas del gobierno central, creadas para tales fines, y lo que es peor si al frente de estas se colocan a empresarios del negocio, como es el caso. Es como poner los lobos a cuidar las ovejas.

Por otro lado, con sobrada razón, nos quejamos de las imprudencias y hasta acoso de los motociclistas, pero no se dice que el motoconcho y el recurso a la moto como medios de transportes, constituyen el más clamoroso fracaso del Estado dominicano en materia de transporte. El motoconcho constituye una de las tantas patologías de las urbes con autoridades nacionales y locales que han sido incapaces de ofrecer los servicios y equipamientos básicos para el discurrir de la cotidianidad de la gente. Ese medio de transporte se ha constituido en uno de los principales problemas de todas las ciudades del país, una verdadera amenaza para quienes los usan, para todo el sistema de movilidad vial y para la economía del país.

Pero lo que es absolutamente lamentable, es que muchas autoridades de mentalidad cortoplacista lo promueven y hasta toman medidas para favorecer esa modalidad de transporte. La movilidad, en todas sus modalidades, es determinante para la economía urbana de cualquier ciudad. Ese colapso, constituye un freno a las potencialidades de una urbe que, como la nuestra, tiene una envidiable potencialidad en este mundo cada vez más integrado en redes de ciudades, una limitación de nuestras posibilidades de desarrollo, por ser uno de nuestros principales activos. Eso no parece comprenderlo un liderazgo político que, cuando está en el poder, sólo piensa en función del tiempo que tiene o le queda de mandato, no en hacer ciudad.

Tampoco un sector mayoritario del empresariado cuya voracidad no le permite tener conciencia del significado de lo urbano. Que se traga sus espacios para multiplicar sus intereses a breve plazo, al margen y contra de toda ley o reglamento tendente a pensar y hacer la ciudad pensando en el país y, particularmente en la gente.