La cultura urbana dominicana ha prohijado un nuevo estereotipo: la chapiadora. Se trata de una mujer frívola, libertina y vanidosa que sustenta sus ostentaciones con “favores” íntimos y socialmente discretos. Su armadura de conquista es portentosa: un cuerpo voluptuoso de piel sedosa, senos derrochados, muslos fornidos y glúteos macizos. No es la mujer ideal para templar el momento con pláticas literarias, es la carnalmente deseable para recibir la noche ataviada de fantasía.
La chapiadora poco a poco ha estandarizado sus prestaciones. Así, la expresión personal de su conducta pierde su original encanto para asumir perfiles fácilmente reconocibles. Es la reina del consumo, en eso es troglodita e insaciable. Intuye instintivamente al hombre deleznable, pero adinerado, para depredarlo con apetito felino a través de sus embrujos somníferos. Es muy probable que ignore a Sabato, Borges o Goethe, pero jamás a Louis Vuitton, Domenico Dolce y Stefano Gabbana (Dolce & Gabbana) Mario o Martino Prada y a Salvatore Ferragamo.
El mundo de una chapiadora se superpone a su realidad. Es una avezada domadora de la tragedia existencial: desdobla la vida como quien quiebra un sorbete desechable de un solo mordisco. Sus transiciones vivenciales son astrales: de Los Mina a Casa de Campo, del concho al convertible, de la tina al spa, del día de sueño a la noche excitante. Hace malabarismos suicidas en los filos de las realidades más frontales; entre ellas se mueve como péndulo seducida por la pompa, las espumas y los oropeles. Aunque disimula su origen con el brillo de las marcas o las cirugías regaladas, no olvida su silenciosa ciudadanía: los arrabales, una marca social que, como tatuaje en la pelvis, nunca podrá ser redimida.
Cuando escucho las sentencias morales en contra de esta forma de vida, me pregunto: ¿Acaso no vivimos en una sociedad chapiadora que esconde su miseria detrás de las fachas, que jerarquiza socialmente por los méritos de las marcas, que endiosa el éxito material mientras arrima al talento sin estirpe? Es osado reclamar dignidad desde las cimas en una sociedad donde el 20% más rico concentra más de la mitad de la riqueza, en tanto el 20% más pobre no alcanza ni el 5% y cuya fuerza laboral formal cuente con el segundo salario mínimo (ajustado por la paridad del poder de compra) más bajo del continente. En un país donde, a pesar de que su actividad económica es doce veces más grande que en 1960 con un crecimiento de 5.4% promedio anual en los últimos 48 años, se sitúe entre los 20 más desiguales del mundo. Mientras ese cuadro de iniquidad social impone su patética verdad en nombre de la corrupción pública y la insensibilidad del gran capital, nos situamos en el sexto lugar en el consumo de lujo en América Latina en tanto la vanidad social vive el éxtasis de su derroche a través de las revistas sociales y “de negocios”, publicaciones que más que lectura ofrecen, en ediciones locales, un vistoso muestrario publicitario visto y pagado por las mismas figuras que les dan portada, esas a quienes les provoca la masturbación del ego con las diestras manos del éxito, los finos estilos de vida y los exquisitos hábitos de consumo.
La chapiadora tiene la grandeza de tender, con su cuerpo, un puente entre dos mundos desconectados. Ella encarna el descubrimiento de las realidades más distantes en un espacio tan cercano como el de la carnalidad clandestina. Un punto donde se rinde la soberbia y se desatan las sinceridades, donde no se miden los tamaños ni los saberes, donde se equiparan los instintos. La chapiadora conoce las miserias de la riqueza, la blandura de las poses, la fortuna sin alma y las mil caras de la hipocresía. En la cama es una soberana vengadora social. Bajo su serpentino vientre domina a su antojo el abolengo, aplasta los engreimientos y se mofa de las moralidades prefabricadas. Es una sobreviviente en un sistema de exclusiones gratuitas. Ella nos retrata como sociedad hedonista que celebra con la indolencia la ruina moral de su presente y el pávido olvido de sus retos.