La censura despiadada hecha por el fiscal francés Ernest Pinard contra la novela realista Madame Bovary de Gustave Flaubert ha sido objeto de diversos estudios durante décadas. El proceso penal fue celebrado en París, el 30 de enero de 1857, ante una concurridísima presencia de intelectuales, políticos, agitadores y público común. Los cargos eran ofensa a la moral pública y a la moral religiosa. Flaubert, según nos cuenta Maxime Du Camp, eterno amigo del novelista, "estaba allí sentado, donde se sientan los ladrones". El juicio por inmoralidad había sido sustentado por las publicaciones de esta novela en la Revue de Paris, en sus ediciones del 1 al 15 de octubre de 1856.

La Sexta Cámara de Apelación observaba el histrionismo del ministerio público con ensimismo. Los argumentos del acusador eran demoledores: "El género que Flaubert cultiva, el que practica sin los miramientos pero con todos los recursos del arte, es el género realista, la pintura descriptiva. Me preguntaré, con permiso de ustedes, acerca del color, de la pincelada, porque los pinta sin freno y sin medida". E inmediatamente, vuelve a la carga sobre la falta de freno: "La moral de Flaubert estigmatiza la literatura realista, no porque éste pinte las pasiones: el odio, la venganza, el amor –el mundo sólo tiene vida en ellas, y el arte de pintarlas – sino porque las pinta sin freno. Sin una regla, el arte dejaría de ser arte; sería como una mujer que se quitara toda la ropa. Imponerle al arte la única regla de la decencia pública no es avasallarlo, es enaltecerlo. Sólo es posible elevarse mediante una regla". El autor de Madame Bovary lo miraba con sus ojos de rana y sus largos bigotes. Vestía gabardina a rayas, camisa blanca y corbatín pulcramente arreglado. Su calvicie denotaba una sensación espesa.

La defensa, encabezada por el joven abogado parisino Jules Sénard, dio un discurso de 4 horas, antiquísimo y técnicamente perfecto. Negó que en Madame Bovary existiera cualquier tipo de excesos que atentaran a la moralidad, y, de una forma brillante, basó la diferencia que aún hoy se mantiene en la crítica literaria, entre el narrador textual y el autor de la novela. El abogado estableció que una cosa era Gustave Flaubert y otra era la figura retórica del narrador. Inmoral, decía, puede ser un autor, un sujeto, un ciudadano, pero nunca un texto, un narrador, un personaje. Con estos argumentos la acusación de Pinard se tambaleaba. La teoría del caso quedaba desmoronada como castillo de naipes. Tras múltiples intentos fallidos por convencer al tribunal, el fiscal imperial cayó abatido en el estrado, y sus ínfulas de acusador victorioso estaban a merced de la decisión final del tribunal francés.

En sus declaraciones, Flaubert refirió que su intención era escribir un libro sobre la nada, sin atadura externa; que se sostuviera por sí mismo, por la fuerza interna de su estilo, como el polvo se mantiene en el aire sin que lo sostengan. Su objetivo durante 6 años era establecer la eterna monotonía de la pasión, que siempre tiene la misma forma y el mismo lenguaje, y no atentar a la moral de ningún ser ni de ningún dogma. Con estas breves palabras, el novelista de Rouen culminaba uno de los hechos que marcarían su novela, para convertirla en una obra maestra del realismo.

Finalmente, ante una multitud que esperaba ansiosa la sentencia, y a pesar de las presiones del represivo Segundo Imperio Francés, el veredicto fue de absolución. Las emociones fueron diversas. Por un lado, Pinard se mordía los labios en señal de derrota y ahora afilaba sus cuchillos contra Baudelaire, por el otro, el escritor visiblemente satisfecho, se abrazaba con su joven abogado y prometía novelas más radicales. Ese día, Gustave Flaubert se consagraba como el padre de la novela moderna.