Los análisis y las reflexiones de carácter educativo del año 2020 han centrado su atención en la educación preuniversitaria. Se analizan los múltiples factores que la impactan y la conminan a repensarse para poder sobrevivir con dignidad y eficiencia en el contexto de la COVID-19. De igual modo, se destacan los ímprobos esfuerzos que educadores, madres, padres y comunidades realizan para que la educación de sus hijos no colapse este año y pueda reimpulsarse con nuevas formas de aprender y enseñar. En la República Dominicana este es un fenómeno normal: la educación preuniversitaria se convierte en foco de interés y de búsqueda de respuestas inmediatas. Consideramos razonable esta preocupación por tratarse de un sistema que ha de garantizar que las nuevas generaciones representadas por los niños crezcan con un desarrollo integral; y este requiere una educación cualificada y sistémica.
En el segundo plano de los análisis y reflexiones de la sociedad y de los dirigentes del país, aparece la educación superior. No sé si es algo casual o forma parte de la planificación estatal y social. Me pueden argumentar que los primeros en poner el tema en el debate nacional deben ser los representantes de la educación superior. Sí, admito esta observación, pero no totalmente, por razones obvias. El sistema de educación superior no es una construcción particular de ninguno de los sectores y actores que la representan. Forma parte de la arquitectura de la legislación educativa del país; y, por ello, ha de ser considerada como activo importante del desarrollo de la nación. Por esto, tanto en procesos normales como en contextos especiales, el sistema de educación superior requiere atención y apoyo para su impulso y desarrollo. Este tipo de educación generalmente aparece como sistema robusto y con poder excelso. Este es el lado del rostro que se ve, el que se le presenta a la sociedad dominicana. El otro lado, el que está oculto, habla de otra situación; describe otra realidad que forma parte del mismo rostro que se proyecta socialmente; lo que pasa es que esta es la cara oculta de la educación superior. ¿Qué encontramos en esa cara oculta? Instituciones con propuestas educativas interesantes; pero que en el contexto de la pandemia han descubierto con crudeza las carencias de los profesores y de los estudiantes; y de las estructuras de sus entidades.
La COVID-19 ha develado la cantidad de estudiantes que no tienen acceso a Internet; ni cuentan con el equipo para acceder a las clases virtuales. En este mismo sentido, se ha descubierto la débil o escasa formación tecnológica de muchos profesores universitarios. Tienen un dominio rudimentario de las tecnologías de la información y de la comunicación. De igual modo, exceptuando una decena de entidades universitarias, las demás operan con recursos exiguos; carecen de plataformas virtuales para responder con la excelencia que la formación virtual requiere. A esta realidad se añade la dificultad económica que tienen los estudiantes para comprar lo que ellos llaman “el paquetico de Internet”. Para ellos este es un calvario; y para los profesores, una preocupación constante. En la cotidianidad de la educación superior en el período de la virtualización intensiva, se palpa, además, la angustia de estudiantes que no pueden acceder por la falta de conectividad y de dinero para obtenerla. El empobrecimiento y la precariedad de la educación superior del país superan lo que nos imaginamos. En este contexto, es un sistema educativo que ha de repensarse. Aunque el mayor porcentaje de las instituciones universitarias que forman parte de la educación superior pertenece al sector privado, la transformación se ha de pensar de forma integral. Las instituciones universitarias públicas y privadas están al servicio de la nación. No todas son puros negocios, como afirman sectores de la sociedad. Es un imperativo acompañarlas, sin prejuicio alguno, para que aporten lo mejor de sí y desempeñen el rol que su misión le demanda.
Esta cara oculta que refleja fragilidad económica y digital no se ha de utilizar para menospreciar unas y deificar otras. Lo que debe regir, si se funciona con un nivel profesional y científico es la objetividad y el interés de que el sistema de educación superior mejore significativamente. Ante la vulnerabilidad de la virtualización en la Educación Superior, nos preguntamos: ¿Dónde está República Digital? ¿Cuál es su potencial y liderazgo real? ¿Cuáles son sus beneficiarios? Las instituciones de educación superior han de invertir para fortalecer, técnica y profesionalmente, a sus profesores y estudiantes. De la misma manera, han de recibir seguimiento sistemático y apoyo, tanto tecnológico como económico, para un desempeño eficiente y eficaz en los ámbitos académicos y socioeconómicos. La cara oculta es preocupante. El compromiso es compartido, aquí no cabe la cultura de Pilatos. Si alguno quiere apropiarse de esa cultura, se compromete con la muerte de la equidad y de la efectividad de la educación superior dominicana.