Fue visto por la televisión y las redes sociales. La semana pasada. En su propia casa, siguiendo un libreto con escasa inteligencia emocional   político, los diputados escenificaron ante el país un debate deslucido y repugnante que puso de manifiesto la ausencia de las más elementales normas de decencia pública, de tolerancia, de respeto al disenso y de madurez conceptual y discursiva. Y no es la primera vez que sucede.

El hecho surgió a raíz de que la diputada Farides Raful propusiera la creación de una comisión de esa Cámara para investigar el pago de unos 1,400 millones de pesos que el gobierno dominicano hiciera al controversial publicista brasileño Joao Santana entre el 2012 y el 2016.

La solicitud generó en algunos diputados oficialistas bravuconadas y arengas arrebatadas amparadas por la permisividad hilarante de un “moderador” poco ecuánime y parcializado. 

En un escenario democrático, y en la Cámara de Diputados como tal, existe la obligación de dedicar tiempo para buscar la verdad sobre asuntos de interés nacional sin susceptibilidades ni violencia, a sabiendas de que “la verdad no es para todos los hombres, sino sólo para aquellos que la buscan”. Para eso están las Comisiones.

En el país se necesitan legisladores que hagan suyas las virtudes del diálogo y el debate democrático; que recuperen la cordura y la veracidad del discurso público, sin sentirse obligados a secundar consignas y acatar como autómatas lineamientos que convienen al partido en que militan y, mucho menos, servir de pantalla protectora para sus inconsistentes argumentos.

Necesitamos legisladores y políticos que pronuncien las palabras para dejarlas libres, capaces de compartir las razones y los argumentos teniendo presente que lo que requiere la democracia no es información, sino un debate público vigoroso. Desde luego que requiere información, pero la clase de información que se necesita sólo puede generarse mediante la discusión libre y alejada del lenguaje corrosivo.

El debate de los temas de interés nacional no puede ser sustituido por una visión demagógica de la realidad que es siempre simplificadora y esconde muchas veces decisiones tomadas y por tomar que hay que analizar, descifrar, criticar, desmontar y transparentar.

En esa sesión de la Cámara de Diputados la verdad fue maltratada. Sin embargo, las verdades no se acallan ni se aplastan ni se asustan a golpes de mallete. Ellas tienen sus propias fuerzas y sus propias reencarnaciones. Lo que hace que los puntos de vista trasciendan la categoría de “opiniones” es la acción de expresarlas y defenderlas sin concebirlas como un combate de gritos en el cual ningún bando cede terreno al otro.

Si la Cámara de Diputados ha de ser considerada como “casa de cristal”, toca a sus integrantes procurar no romperla desde “adentro”. Los ciudadanos necesitan tener fe y confianza en ella y en sus aportes a la democracia. Los ciudadanos están muy pendientes de la calidad del desempeño de quienes los representan. Estar bien representado es un derecho.

Ni la inmunidad parlamentaria ni el hecho de contar con una matrícula legislativa mayoritaria exoneran de los buenos modales ni de la tolerancia que impone la convivencia democrática. Y mucho menos legitiman el avasallamiento de las minorías y el entorpecimiento de la discusión pública.

La investidura legislativa obliga al buen ejemplo cívico ante los ciudadanos. Los rituales que imponen el “orden parlamentario” y la convivencia democrática salvaguardan también la obligatoriedad de la discusión, la cordura y la decencia dentro y fuera del ámbito cameral.

Si queremos una sociedad decorosa y transparente, el discurso y los debates también deberán ser transparentes y decorosos. Estos rituales civilizantes también obligan a la disculpa pública.

En tanto representante del “poder del pueblo”, la Cámara de Diputados se merece todo el respeto de los ciudadanos. ¡Pero debe ganárselo!