La tradición iusnaturalista que inspiró el desarrollo del constitucionalismo y el nacimiento del Estado constitucional entendía como único Derecho válido aquel emanado de Dios y cuyas verdades reveladas como ciertas y vinculantes eran asimiladas a partir de la fe o la virtud teologal. Posteriormente, el racionalismo permitió desenraizar la moral de sus raíces teológicas y concebir el Derecho más allá de una expresión de la voluntad divina, lo cual se evidenció en los primeros procesos constituyentes.

En algunos se consagró la separación Iglesia-Estado, como en el caso estadounidense, mientras en otros la declaración de oficialidad estatal de determinada religión y su presencia en la formación histórica, cultural y moral de los nuevos Estados constitucionales solía estar acompañada del derecho al ejercicio privado del culto por parte de otras confesiones. Eventualmente, se alcanzó el reconocimiento de la libertad religiosa y la consagración del principio de laicidad del Estado, aun cuando sus poderes públicos mantuviesen -y aún mantengan- relaciones de cooperación y colaboración con diversas confesiones religiosas.

En el caso de la República Dominicana la primera constitución estuvo permeada de un marcado tinte religioso, al consagrar la religión católica, apostólica y romana como la del naciente Estado en 1844 (artículo 38). Esto permaneció inalterado en las Constituciones de 1854 (artículos 25 y 10, respectivamente), 1858 (artículo 28) y 1872 (artículo 10). Ello obedece a que «algunos elementos de [nuestros] símbolos patrios se originaron a partir de la religión, pues en el proceso constituyente dominicano […] estuvo ausente el elemento seculizador» (TENA DE SOSA).

Sin embargo, la evolución histórico constitucional dominicana transformó dichos símbolos hasta lograr «una “liturgia laica” que exalta y reafirma los valores de la patria» (TENA DE SOSA). En efecto, la innominada configuración de un Estado dominicano laico es un elemento notorio de las reformas constitucionales del siglo XX, así como de la Constitución vigente, pues los fundamentos de la Nación no obedecen o se basan en aspectos religiosos ni su enaltecimiento corresponde a la función esencial del Estado, salvo en lo que corresponde a la protección efectiva de los derechos de la persona, entre los que se encuentra la libertad de religión, conciencia y culto.

Esta última constituye uno de los rasgos expresivos del constitucionalismo contemporáneo, así como un derecho complejo y multidimensional que permite a su titular mantener cualesquiera convicciones de su elección y manifestarlas individual o colectivamente, en público o en privado. Su primera dimensión, la libertad de religión, protege el derecho de toda persona de adherirse o tomar una postura respecto a lo divino o trascendente (GONZÁLEZ MERLANO). Por su parte, la libertad de culto garantiza «el derecho a profesar y a difundir libremente la religión» a través de manifestaciones externas en homenaje a sus distintos elementos (T-662/99).

Por último, la libertad de conciencia se entiende como espacio íntimo de la persona que alberga sus convicciones más profundas (religiosas, morales, ideológicas, filosóficas o políticas) y en razón de la cual decide adoptar, mantener o abandonar determinadas creencias, convicciones o ideologías, así como actuar con arreglo a ellas y mantenerlas frente a terceros (SSTC 19/1985, 120/1990). Es decir, forman parte de su contenido esencial tanto lo divino y lo trascendente, como también las posturas indiferentes, agnósticas o ateas.

Se trata, pues, de una vasta libertad cuya limitación o suspensión solo tiene cabida si su ejercicio impide el de terceros, afecte el orden público y las buenas costumbres (artículo 45) o amenace la estabilidad o institucionalidad del Estado democrático. En tanto derecho fundamental, es esencial para la convivencia justa y pacífica, al tiempo que salvaguarda la dignidad del ser humano y evita que aquellos que detentan una fuerza fáctica mayor impongan normas «basada[s] únicamente en su beneficio, condenando a los demás a una posición subordinada permanentemente» (FERRAJOLI).

Sin embargo, la discusión sobre el alcance de la laicidad del Estado dominicano -que si bien nunca deja de estar en la palestra- ha adquirido mayor protagonismo en las últimas semanas a raíz de la decisión del Ministerio de Educación de distribuir biblias en las escuelas. Inicialmente, la enseñanza bíblica como tal no es lo problemático, porque de ella se pueden desprender importantísimas enseñanzas de tipo moral y cívico que fomentan el desarrollo integral del ser humano como individuo y miembro de una colectividad humana. El problema radica en que similar son las lecciones formativas que se encuentran en otras confesiones religiosas o de tipo más filosófico, pero estas, al parecer, no fueron consideradas para el plan de estudio nacional a nivel público. Hay también otras complicaciones que en similar sentido se desprenden de esta decisión y que se abordan muy atinadamente en «REYES».

Es esencial recordar que el Estado constitucional, en tanto democrático, participativo, representativo y pluralista, no puede «juzgar o presuponer la ilegitimidad de las creencias y prácticas religiosas» (Masterpiece Cakeshop, Ltd. v. Colorado Civil Rights Commission), permitir el adoctrinamiento religioso ni tampoco perjudicar o favorecer las religiones (Everson v. Board of Education of the Township of Ewing). Por ende, sobre este recae una obligación de coherencia que le impide promocionar, patrocinar, favorecer o incentivar una denominación religiosa sobre otra -aun de manera tan sutil como es la distribución de biblias en las escuelas-, impidiendo con ello la adecuada concreción del pluralismo ideológico, religioso y social que se predica como esencial para la materialización de la democracia, la cohesión y la integración de una sociedad.

Por consiguiente, en el marco de ordenamientos no confesionales, como el dominicano, se impone la neutralidad de los poderes públicos y sus autoridades -incluyendo los legisladores y el ministro de Educación-, el reconocimiento y respeto del referido pluralismo, y, más que nada, la tolerancia para aceptar las decisiones que libremente adoptan las personas para ejercer activamente sus convicciones y creencias, así como la opción de no formar parte, directa o indirectamente, en ninguna de ellas. Y es que el Derecho no está supuesto a reflejar a la Iglesia -sin importar de qué confesión o denominación-, sino a proteger la autonomía individual y las perspectivas morales de cada quien, así como permitirle seguir su propia consciencia (REAGAN). Sostener lo contrario es obstaculizar el desarrollo pleno de toda sociedad democrática y de cada uno de los individuos que la habitan.