Don Luis Emilio Cid abordó presuroso la barca, a pesar de que hasta el propio barquero presagiaba el inminente naufragio. Llevaba el puño izquierdo cerrado y en la mano derecha la cantina para el almuerzo que le había comprado Mariola, su mujer. Llovía tupido y cerrado. Durante todo el día había llovido y amainaba, pero en la tarde la lluvia recrudeció. En los planes de Don Luis no figuraba el quedarse botado de aquel lado del río.

En aquel entonces el gobierno dominicano construía el canal Ulises Francisco Espaillat, donde Don Luis consiguió trabajo. Y para llegar hasta el Bajo Yaque o a la Otra Banda, sitio del inicio de la obra, se cruzaba el río en una yola sin motor fuera de borda ni remos. De modo que la nave o barca se propulsaba a puro brazo del barquero, quien halaba un doble cable con poleas atadas a dos postes situados a los extremos, uno en cada orilla del río.

José y Miguel Ángel Cid (todo que ver con quien suscribe) atravesaron el río incontables veces en la barca. Tenían la encomienda de llevar el almuerzo a Don Luis, su padre. Aunque en ocasiones, Don Luis, un hombre medido, un economista sobrio y austero, encontraba la manera de ahorrarse los 20 centavos que costaba la travesía de ida y vuelta de José y Miguel. Le pedía a Mariola que le cocinara la comida en la noche y él mismo se la llevaba en la madrugada.

El día del interminable aguacero había dos grupos de personas, una en cada margen. Los que estaban en el sector La Joya, al sur de la ciudad, ya tenían la esperanza perdida y se daban por varados. Pero el grupo que estaba en La Otra Banda, donde estaba Don Luis, insistía en cruzar.

El barquero miraba con sospechosa alarma cómo el cause del río se iba elevando centímetro a centímetro. Cómo la corriente, allá lejos, se desplazaba como caterva de serpientes cada vez más rápida y más fuerte.

Los desesperados pasajeros convinieron que atravesar esas aguas turbulentas era una proeza difícil y peligrosa, pero de ninguna manera una aventura imposible.

–El hombre _dijo alguien, que tenía una boina marrón calada al estilo del novelista Manuel Mora Serrano_ se ha enfrentado al miedo y al peligro desde las cavernas. Y saben qué?: siempre ha salido victorioso.

–Cójanlo suave _dijo el barquero, tratando de salvar el honor y valentía de un hombre como él, de pelo en pecho_. Algo grande puede pasar hoy. El río está demasiado bravo.

–Vamos, vamos _saltó Don Luis, subiéndose ágil a la barca seguido por once personas más, diez hombres y una mujer_. Él se amansa.

Cuando el barquero haló el cable para enfilar la frágil embarcación en dirección a La Joya, ésta se deslizó sobre el agua como una seda. Apenas seis metros después, no obstante, la cosa empezó a cambiar.

Y casi a la mitad del río el jaleo de la corriente hamaqueaba la barca como una cuna. Tres de los pasajeros echaron mano al cable y ayudaban al barquero a estabilizar la nave y a empujarla. Pero comenzó a hacer agua. El viejo vehículo no estaba preparado para semejante trote.

De pronto el barquero vio, allá arriba, a la altura del puente viejo, una enorme ola de agua turbia, terrosa, que se desprendía en dirección a ellos. Miró entonces hacia atrás. Estaba en un punto equidistante a cada una de las orillas. Daba igual navegar hacia delante o hacia atrás. No había tiempo para hacer nada. La suerte estaba echada.

–Agárrense!!_ gritó.

Los nueve viajeros se aferraron con fuerza a sus asientos y, los que ayudaban a guiar, al cable.

Don Luis, agachado, cuando miró esa avalancha casi cayéndole encima, puso una cara de beatitud tan excelsa que ya quisieran imitar párrocos, obispos y cardenales.

–Bueno, Mariola, de éste mundo nadie sale vivo_ dijo.

Al llegar la gran ola, primero subió la barca con un movimiento súbito, pero suave. Un empujoncito de repente hacia arriba, de esos que dejan un frio en el estómago como los columpios de ferias. Y luego le dio una voltereta violenta que la hundió casi al instante. Los pasajeros cayeron con estrépito a la corriente y salieron rodando como bultos río abajo. El único que aguantó el sacudón sin soltarse fue el barquero. Cuando se repuso empezó a tirar otra vez del cable con esfuerzo concentrado.

En el momento que Don Luis se vio en el aire, antes de caer al agua soltó el juego de cantinas de aluminio del almuerzo. Un ala de pollo salió volando del segundo compartimento de la cantina y desapareció.

Al principio Don Luis dejó que la corriente lo arrastrara sin oponer resistencia. Pero a pocos metros comenzó a nadar en sentido lateral de la corriente. Seguía bajando veloz por la intensidad del curso del agua pero, empleándose a fondo en el nado, despacito se acercaba a la ansiada orilla. Hubo, sin embargo, otro contratiempo. Sonó un grito.

Don Luis giró la cabeza y alcanzó a ver a poca distancia de él a la mujer compañera de travesía. Iba a la deriva río abajo exhausta, pidiendo ayuda, y ahogándose.

No había de otra. Don Luis nadó en dirección a la mujer. Cuando estaba casi a un metro de distancia le extendió el brazo con el puño cerrado. Ella se sujetó a la muñeca de él con ambas manos e intentó impulsarse para agarrarse al cuerpo de Don Luis. Pero éste la toreó, haciendo un giro rápido y limpio a la derecha y quedando ella asida a él corriente abajo.

Nunca nadie pudo ser testigo de ver a Don Luis dar alguna vez un giro tan veloz, elegante y decido como ese. Pero al cabo de repetir durante treinta años esta anécdota, el oportuno vuelco de Don Luis para evitar que ambos se ahogaran, se le volvió cada vez más elegante, más refinado y más artístico.

El caso es que, en la ligera curva que hace el río a la altura de la Destilería Bermúdez, la corriente empujó a los náufragos muy cerca de la orilla. Don Luis aprovechó la oportunidad para agarrar la punta de una rama de cambrón que se mecía a nivel del cause en la margen y logró salir y sacar a la pobre mujer.

Entonces fue cuando se dio cuenta que el agua le arrancó el vestido y la dejó desnuda. Bueno, casi desnuda. Porque aún tenía puesta una pantaletas de bombacha amarrada a la cintura con un cordón hecho de cáñamo grueso.

–Ay, señor, tápese los ojos _dijo.

Don Luis desabrochó y se quitó la camisa.

–No. Tápese usted las tetas_ dijo. Extendiéndole la raída y mojada prenda.

Cuando Don Luis por fin llegó a la Avenida Circunvalación, dio media vuelta y miró en lontananza. El río le pareció una sábana sucia estremecida por el viento. Un manto color de barro que lo cubría todo hasta donde se pierde la vista.

Abrió entonces su puño izquierdo. En la mano relucía una húmeda moneda de cinco centavos. La misma de pagar la travesía del río en la barca.