En los meses posteriores al conflicto de abril de 1965, Santo Domingo se convirtió casi en una tierra de nadie. La escasez, en particular de agua y alimentos, agobiaba a muchas familias en gran parte del centro y la periferia de la capital conocida. Por lo que muchos para sobrevivir la crisis, entre tiro y tiro de un lado y del otro del puente Duarte, se dedicaban con mayor énfasis en sectores pobres a la tarea de llevarse lo ajeno al menor descuido.

En el barrio de Simonico, en el mismo corazón del histórico Villa Duarte, asiento de la primera ciudad del nuevo mundo en el lado oriental y conocido antes como el Alto de los Melones y luego el Cantón de Pajarito, se dieron todos los ingredientes necesarios para crear en un breve universo lleno de piedras y hormigas resumido en cinco calles, el pintoresco escenario de un grupo de personajes peculiares, entre los cuales sobresalió Julito Gatadero. El apellido de apodo surge no por nobleza italiana, sino por su afinidad a ser “gato”, como se calificaba antes a los rateros y ladrones comunes.

Con apenas cinco pies de estatura, ojos pequeños y saltones, atlético, cabeza pequeña, pómulos y dientes grandes, nariz redonda breve, y pelo rizo corto, nadie supo jamás su lugar de origen. Unos decían que era de San Cristóbal; otros, de Cotuí y algunos de Haina o Azua. Su especialidad consistía en robar en las casas del barrio, luego de intentar sin éxito la venta de jalao, coco, maní o carbón por las calles Buena Vista, Los Pinos, Colón, Victoria, la calle U, la calle Real o la Olegario Vargas, de la Francia Nueva, en la cercanía de Los Molinos y del Campamento 27 de Febrero.

Julito Gatadero aparecía y desaparecía con la propiedad ajena como el hombre invisible. Cuentan que en una de sus andanzas penetró en horas de la madrugada, la noche siempre fue aliada, en la residencia del entonces secretario de Finanzas del aguerrido sindicato de obreros portuarios del muelle de Santo Domingo, conocido como POASI, cargando con 25-mil pesos, fruto de la cuota de algunos miembros, botín que nunca fue recuperado.

Para cometer su fechoría, al amigo de lo ajeno le atribuían poderes especiales o de brujería en un Simonico altamente supersticioso, pues muchas de sus víctimas dormían como un tronco, con el colín al lado, y nunca sintieron el menor ruido ni espantaban a Morfeo. Al parecer así sucedió durante una serie de robos a domicilio, entre ellos en la calle Buena Vista, hogar de un sargento mayor de la Marina, de apellido Lahoz, su esposa Inginia y sus cinco hijos.

Al levantarse a las cinco de la mañana, el militar descubrió dos montículos de tierra seca, con sendas velas prendidas. Uno en la puerta principal que daba al patio y a la cocina, abierta con una tranca atravesada; y la otra, al pie de su cama, junto a un papel con una oración de protección dedicada a San Miguel y a San Elías. Ni siquiera la calibre 45, que ostentaba el sargento para que lo protegiera de todo mal, resultó efectiva para alejar o asustar a Julito Gatadero. Fue tanto el azote de sus acciones vandálicas que el clamor del barrio no se hizo esperar ante las autoridades, pues ya no se podía dormir con las ventanas abiertas y menos en época de calor.

Su prontuario en los archivos de la Policía Nacional era extenso. Allí también escribió un capítulo de antología. Dicen que en cierta ocasión, Julito Gatadero permanecía en un calabozo cuando sintió un malestar en la parte baja del vientre. Pidió a gritos que lo llevaran al sanitario. Una vez allí, aliviado de su presión intestinal, simuló sufrir un ataque de nervios, porque había sido amenazado de ser sometido a un suplicio muy conocido para que confesara sus fechorías. Cuando los agentes llegaron a sacarlo, desde dentro fueron bañados por una lluvia de excremento arrojada manualmente por el renombrado preso. Después de un intenso forcejeo permeado de mal olor, fue reducido a la obediencia.

Jamás nadie explicó las razones de su conducta anómala. Vivía en un cuarto aislado de la calle Colón, antes del Muro de la Infamia que dividió para siempre a Villa Duarte. Nunca se le vio borracho. Tampoco se le conoció padre, hermano, madre, hijo, tío, sobrino, esposa o hijos. Para algunos, era un calié. Para otros, un antisocial que merecía morir. Y algunos lo consideraban un perturbado. Lo cierto es que entraba y salía de la cárcel con mucha facilidad y frecuencia. Un día menos pensado, desapareció sin dejar rastro ni huellas. Nadie preguntó. Nadie dijo nada. Y la calma volvió a los vecinos de Simonico, porque ya no estaba Julito Gatadero, amigo de lo ajeno…