Veinticinco años, huérfano desde muy joven por culpa de la miseria. Sus padres, al igual que él, fueron víctimas de la pobreza a la que el sistema les condenó. Logró alcanzar estudios básicos, a pesar de su empeño en llegar a la universidad o por lo menos hacerse técnico electricista para buscarse la vida, no pudo ni llegar a bachiller. La situación económica y la falta de oportunidades le marcaron su destino hasta el último aliento de su vida, literalmente.

A Julio lo vi chiquito. Siendo apenas una niña, recuerdo muy bien a su mamá que en el barrio vendía helados caseros en los frasquitos reciclados de compota. Aunque de su papá no logro registrar el rostro, sí estoy segura de recordarlo muy enfermo, desmejorado, en malas condiciones desde siempre. Eran dos hermanos, que sin saberlo sólo se iban a tener el uno al otro. Siendo muy jóvenes, quedaron huérfanos. Primero murió el padre y en menos de dos años se les fue la madre y con ellos al parecer también se les fue la existencia.

Pareciera que con ellos caminara la tragedia, como una sombra insistente que se empeñó en perseguirlos. No valieron esfuerzos para salir a camino, para vivir dignamente o en este caso, por lo menos vivir así aunque fuera luchando contra corriente.

De los dos hermanos, la niña logró salir de la casa materna, se casó y aunque su condición no mejoró en gran dimensión, de la familia a la fecha ha sido la única que aparentemente había logrado vencer un poco a la miseria. Julio por el contrario, quedó a merced del barrio. Los vecinos de todo el sector se hicieron cargo de él y lo acogieron como un miembro colectivo al que entre todos suplieron necesidades básicas; un techo, alimentos, oficio, atenciones y por supuesto cariño y afecto con una inevitable mezcla de lástima y desesperanza de esa que inspira quien espera su condena con una sonrisa en los labios aún sabiendo que va a morir.

Julio enfermó. Una insuficiencia renal lo consumió físicamente pero el sistema lo aniquiló moralmente. No fueron suficiente los viajes al Hospital Padre Billini, muchas veces a pie porque no aparecía para el taxi o porque el orgullo no le permitió pedir ni siquiera en sus peores momentos. Su esperanza era su hermana, y su agonía sólo dejó al descubierto la miseria y la anemia crónica que ella también padecía. El esfuerzo humano, económico y afectivo de todo el barrio no logró vencer al destino. Y la realidad de un país en el que se le exige un depósito a un moribundo para atender su emergencia en un hospital del pueblo, se lo entregó a la muerte.

Como Julio son muchos, todos los días los que se enfrentan a muerte contra un sistema que evidentemente parece no sentir ni el mínimo de compasión hacia los que menos tienen, que son los que más necesitan. La muerte de un jovencito como Julio sólo me confirma la triste realidad que vivimos, que nos azota y que todos sabemos, que aquí el pobre no tiene dolientes.