Más allá de arraigos filosóficos ligados o  no con el materialismo histórico, es fáctico que procesos concretos han condicionado la institucionalización de la democracia en el país y han conformado la actual estructura de su economía y la tónica del lenguaje discursivo social. La Revolución de 1965, sirvió de gesta para culminar el sistema teocrático anterior y cohesionar a la juventud con una visión moderna del concepto de Estado y máxime, de país. El empoderamiento emanó de un clima de limitaciones políticas y de un miedo impuesto a la fuerza por la tiranía, para abrirse espacio en un contexto esperanzador  hacia la construcción social de un futuro mejor para las siguientes generaciones de dominicanos. De ahí que la consigna triunfar o morir aplicara más allá de un grito de poderío comunitario o un hálito de esperanza, al estandarte,  la bandera enarbolada en pro de los valores patrios, la representación real de la lucha por la libertad y la democracia en República Dominicana.

Como manifestación endógena posterior, la participación política ciudadana exuda, transpira o brota en el grado de información sobre cuestiones sociales, pero más allá de eso, en el ejercicio activo de la libre expresión en el debate público y sobre todo, en el nivel de confianza y reconocimiento de las instituciones públicas que sustentan la médula ósea del confluir nacional.

Paradójicamente, nos encontramos en un momento en el que la exigua participación directa en los asuntos públicos de los jóvenes, contrasta con la opinión mayoritaria de estos de que es necesario introducir mecanismos para que los ciudadanos participen más directamente en las decisiones políticas en convivencia con el desempeño de los funcionarios públicos que, en última instancia, son servidores del pueblo.

El descrédito del accionar político atribulado a su mal desempeño en la gestión del bien público ha ido formulando y reformulando un imaginario social en donde es necesario recuperar una democracia real, con verdaderos líderes comprometidos con sus ciudadanos, en especial, con los más jóvenes, que han olvidado las luchas mantenidas en el pasado por estar obnubilados con un presente que se tambalea al compás de oscurantismo medieval y la falta de principios.

La cultura política ha de recuperar su esencia, su inocua bondad, caracterizada por una identidad, de un proyecto con valores fruto de la evolución del devenir histórico. Una estructura como la que se está construyendo, al ritmo de la cordura, la experiencia y la profesionalidad, cimentada en fórmulas participativas que atraigan el interés de estas generaciones.

Los jóvenes compartimos una visión del mundo basada en la confianza en el progreso y consideramos la historia como una lucha dialéctica que transforma las posibilidades del futuro como nación. La nación, por este motivo se debe concebir no como tribulación del poder ejecutivo, sino desde un punto de vista político, en el que la comunidad integrada por ciudadanos soberanos iguales en derechos, se rigen por la transparencia de la libertad política y por el buen hacer de sus gobernantes.

El objetivo estriba entonces en la eliminación de todas las contradicciones y desajustes sociales mediante una acción política eficaz que establezca la justicia, la unidad y la armonía nacional. Un sueño, no utopía como pensaría Tomás Moro, que solo puede concebirse con proyectos políticos integradores que piensen para sus ciudadanos y no para sí mismos.