Aunque en el desaparecido espacio peatonal de la antigua avenida Generalísimo –hoy Hermanas Mirabal– de Santiago en su tramo inicial comprendido entre las calles 30 de marzo y General López sólo existía un árbol de laurel –la mayoría eran frondosos samanes y un solitario flamboyán– en la pequeña ciudad de mediados del siglo pasado ese sector era conocido con el heráldico y paradójico nombre de Los Laureles.
En mayo de 1950 desde la cercana calle Beller donde nací –casi esquina Sully Bonnelly– mi familia se mudó a la casa N° 18 del trecho antes mencionado, que en aquellos momentos se distinguía entre otras cosas por la amplitud de sus dimensiones viales –su anchura cuadriplicaba la Beller–, por la multitud de personas congregadas durante las horas diurnas y en particular por el destino, proyección y futuro de algunos de los vecinos.
Fernando Arturo Tavárez y los hermanos Octavio y Victoriano Cabrera Liz fueron asesinados por la tiranía. Reinaldo Balcácer fue un locutor de excepción. Luis Caimares un pintor cuyos trabajos hoy son disputados por los expertos. Irving Franco fue jefe de Cardiología del Hospital de Cleveland. Los Cortina Hernández era un vivero de reconocido profesionales. Los Pérez Minaya por su inteligencia y competencia y Tomás E. Peña ocupó cargos gerenciales de relevancia en la CDE.
Por omisión involuntaria puedo olvidar otros residentes destacados del barrio, pero cuando en el 1962 marché a la UASD a estudiar se domicilió casi al lado mi casa el adolescente José Altagracia Mercader Jiménez –tenía menos de 15 años– quien por no existir en Tamboril escuela secundaria tuvo que inscribirse en el Liceo santiagués alojándose donde su tía Librada casada con el inolvidable Plutarco Martínez cuya familia recuerdo con afecto y simpatía.
La madre de este último se llamaba Doña Consuelo una humilde ex–profesora de enronquecida voz ataviada por lo general con grises y negras vestimentas que siempre prodigaba éticos y edificantes recomendaciones a los jóvenes que incursionábamos en su entorno, y cuyos hijos mayores vivían en los Estados Unidos. No recuerdo si ella adversaba o no al régimen trujillista, pero su extremada discreción y perpetua circunspección así lo hacía pensar.
A Mercader, un muchacho que se desplazaba con largas zancadas, apenas lo avistaba cuando iba al Cibao de vacaciones, y su provincial timidez y una especie de introspección que denunciaba al parecer una silenciosa lucha consigo mismo, no autorizaban bajo ninguna circunstancia pronosticar que con el paso de los años se convertiría en el artista más genuino, auténtico y nacional de los antiguos moradores de “Los Laureles”, espacio hoy reconvertido en un horroroso adefesio por culpa del urbanismo balaguerista.
Después de realizar el último curso del bachillerato en la ciudad de San Francisco de California –viviendo quizás donde los hijos de Doña Consuelo ausentes– retornó al país iniciando en la Madre y Maestra la carrera de ingeniero civil, estudios superiores que alternaba con el aprendizaje de una de las Bellas Artes: la Pintura. Quizá José ignoraba en ese entonces que las artes que tienen por objeto la representación de lo bello son muy celosas, avasallantes, y que tarde o temprano la Pintura le procuraría una sorpresa inesperada.
En la capital cibaeña se relacionó con artistas pertenecientes al grupo de Danilo de los Santos; alternaría con los miembros de la Bohemia local; departiría con los jóvenes políticamente progresistas, muy activos en los primeros períodos de Balaguer; se familiarizaría con las técnicas pictóricas preponderantes y muy probablemente se entusiasmaría con la posibilidad de exponer algunos de sus trabajos en las muestras colectivas que a menudo allí se organizaban.
Al continuar sus estudios universitarios en la UASD y habiendo cursado más de la mitad de la carrera, faltándole apenas dos o tres semestres para finalizarla un día y en pleno campus de la Universidad experimentó una revelación similar a la tenida por San Pablo camino a Damasco, la capital Siria: una voz interior le aconsejó que abandonara de inmediato los estudios de ingeniería para que se dedicara en exclusividad a la Pintura, en sus variantes más difíciles: el dibujo y la caricatura.
Su verdadera y real vocación se expresaba mejor utilizando el lápiz o el carboncillo que los números y el cálculo, y si el país perdió un buen ingeniero ganó como contrapartida un exquisito artista que no pensaba frustrarse ejerciendo tal vez una profesión menos lucrativa, al estar desde entonces persuadido que no hay artistas pobres, todos son inmensamente ricos en ilusiones, ideas, fantasías, sintiéndose como dioses dentro del mundo de la ficción y la creatividad.
Al especializarse en los dominios del dibujo y la caricatura, su valoración como artista alcanzó para mí niveles que bordean el asombro por lo siguiente: el oficio de pintar que consiste en tomar un pincel y embadurnarlo en los pigmentos de una paleta para luego extenderlos sobre un lienzo, es algo que está al alcance de cualquiera, sobre todo en la llamada pintura Moderna o Conceptual donde no es de rigor la previa realización de un dibujo, un croquis sobre la tela.
El dibujar por el contrario es la representación mediante la asistencia de un lápiz, crayón o felpa de figuras de personas, animales, árboles, montañas, etc, sobre una superficie. Antes de aplicar el color el dibujo se fundamenta en el delineamiento de las imágenes y su ordenamiento –la composición– considerado independientemente del colorido a usar. Por consiguiente reclama en el retratista o pintor un pleno conocimiento de la simetría y la perspectiva, y por ello es más complejo su manejo.
Por otra parte el caricaturista es por definición un artista dedicado a la descripción cómica o satírica de un personaje gracias a la acentuación o resaltamiento de ciertos aspectos de su persona susceptibles de ser parodiados o ridiculizados. Un retratista que en tres o cuatro trazos es capaz de reproducir con gran acierto el rostro o la figura de alguien, resulta para el autor de este trabajo una persona tan excepcional como un compositor de música clásica, un físico espacial o un químico del Instituto Max Planck.
Al José Altagracia destacarse en estas dos opciones del arte pictórico, desde hace tiempo, y con discreción, he dado seguimiento a sus andanzas en la prensa escrita, en particular en el suplemento sabatino “Fin de semana” del periódico El Caribe donde además cultiva el humorístico mundo de la Espinela, es decir, la confección de relajantes décimas que en cibaeño lenguaje caricaturizan a distinguidas personalidades de nuestro medio social y del extranjero.
En conversaciones con el artista, con mi hermano José Horacio y amigos comunes de Santiago, he sabido que su primera exposición tuvo por escenario la Alianza Francesa en 1970. Que él nació en Montecristi pero su madre es de Guazumal. Que perteneció a un colectivo de artistas denominado SINOPLE insólito nombre que según la Heráldica –estudio de los escudos de comunidades o familias– corresponde al color verde que simboliza la primavera, la juventud y la esperanza entre otras cosas.
Estoy en la obligación de subrayar que el detonante que provocó la redacción de este trabajo fue la lectura el pasado sábado 30 de septiembre 2017 de un artículo de Mercader aparecido en El Caribe sobre su tocayo pintor José Cestero titulado “La inventiva: parte del genio de Cestero”, artista sobre el cual publiqué en Acento.com el 17 de febrero 2016 un corto ensayo “El pintor José Cestero”: el cronista plástico de la ciudad intramuros” a raíz de haber recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas 2015.
Con su estilo característico donde la ironía, la erudición y el humor se funden magistralmente, José Altagracia nos describe la forma libre y a la vez obediente a las técnicas elementales con que Cestero ejerce su oficio. Su bondad, honestidad y solidaridad con otros colegas del gremio, así como su explicación del hecho de que todos sus soberbios Quijotes sean diferentes al indicar que una de las facetas más interesantes de este pintor, que tiene la bohemia por filosofía, reside en no copiarse jamás a sí mismo.
Haciendo discreta ostentación de sus conocimientos históricos y formativos, nos informa cómo el Impresionismo se introdujo en el país; nos habla de Giacometti, Cézanne, Van Gogh, Monet, Doré, Daumier, Soutine, Chagall y Brancusi como aquel que está familiarizado con su estilo y producción, incluyendo además la plástica de sus compatriotas Yoryi Morel, Mario Grullón y Goico. Su artículo debería a mi juicio ser afichado en la entrada y el lobby de ACROARTE por su discernimiento y sabiduría en el terreno de la Pintura.
Con placentera complacencia me he enterado que Mercader fue muy amigo –enllave– del más enigmático y original artista que teníamos en la primera promoción de ingenieros agrónomos de la UASD, al cual bautizó como el quinto Beatle. Su nombre era Amaury Villalba Cisneros, fallecido en 1995 con apenas 50 años de edad mientras desde un helicóptero monitoreaba manatíes en Barahona, quien era un reputado experto en el diseño gráfico, la ilustración y montajes artísticos, al cual un amigo suyo a raíz de su muerte calificó como el último apóstol de las cosas simples y hermosas.
Luego de muchos años residiendo y trabajando en los dos grandes centros urbanos del país, nuestro artista se ha decidido por la vuelta al campo, el retorno a la semilla, actitud a menudo asumida por los artistas cuando son legítimos, verdaderos. A la hora actual tiene su casa-taller en Guazumal, provincia de Santiago, comunidad que está a unos 800 metros sobre el nivel del mar y ha sido la cuna de dos grandes investigadores dominicanos: el Doctor José de Jesús Jiménez y el botánico Eugenio de Jesús Marcano.
Puesto que jamás asisto a las exposiciones donde la decoración y la ornamentación son ahora conceptuadas como pintura Moderna o Contemporánea, sueño con la organización de una colectiva retro con los trabajos que más me gustan de la plástica dominicana, a saber: escenas campestres de Yoryi; coches de Guillo y marinas de su hijo Willy; flamboyanes de Caimares; plumillas de Camilo Carrau; acuarelas de Rafi Vásquez; quijotes y espacios coloniales de Cestero; algunos caseríos de Carlos Hidalgo y desde luego retratos y caricaturas de Príamo Morel y Mercader.
En definitiva, José Altagracia, aunque no nació en Santiago residió por años en Los Laureles cuando este sector de Santiago conservaba las coordenadas botánicas y viales de antaño, y al devenir como el más sobresaliente embajador del arte pictórico del mismo, quienes fuimos sus vecinos nos sentimos orgullosos y satisfechos de sus logros aunque en aquel entonces desconocíamos sus recursos y estelar talento. Por su constante dedicación y a pesar de sus éxitos, estamos seguros que no se dormirá en sus laureles no obstante vivir una buena parte de su vida bajo sus sombras en aquel nostálgico barrio.