El lenguaje es el mayor de los bienes dados al hombre, y el más peligroso también, decía Hölderlin. Es peligroso quizá, y sobre todo, por la fatalidad de su propia naturaleza. Nos pone en contacto con el mundo a la vez que nos aleja de él; introduce un orden o una inteligibilidad en la existencia, pero también en el imaginario: las palabras son abstracciones que “flojan” o “congelan” una realidad ( y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento.
La literatura, por su parte, no sería más que intento por trascender esa fatalidad verbal, que José Mármol subraya desde Martin Heidegger hasta Roland Barthes, así como por casi todos los poetas modernos. Ese intento es siempre dilemático: ¿cómo trascender esa totalidad del lenguaje, la de carácter social, que es todavía más determinante? Sabemos que la ambigüedad –otros dirían hoy la indeterminación– del lenguaje puede ser una riqueza: una manera de encarnar la diversidad del mundo, la secreta complejidad de la vida, diría Borges. Pero es obvio que esa ambigüedad puede ser empleada con otros fines: falsificar, manipular o dirigir las conciencias. Dominada por la propaganda en todos los niveles (las ideologías, incluso el arte mismo, parecen regidas por el mismo principio de la publicidad comercial), la sociedad contemporánea ha mostrado su pericia en el logro de esos fines, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Ya el lenguaje no sólo sirve para todo, sino, también, para nada.
La crítica del lenguaje por parte de José Mármol, contempla, explícitamente o no, todos estos planos. Es una crítica que incide, por tanto, en la conciencia del hombre: lo que hace reconsiderar su posición en el mundo y responsabilizarse con sus palabras: que sus palabras mantengan la palabra ( y la Palabra). No se trata de cambiar de lenguaje, sino, en verdad, “de cambiar el lenguaje”. Cambiarlo es rescatarlo, devolverle su plenitud, o descubrirla, inventarla. “Dar un sentido a la palabra de la tribu” no es un mero intento de preciosismo, como algunos creen, sino de purificación más profunda. Una crítica que se impone estas exigencias dentro de la obra misma ¿no encierra una verdadera lucidez creadora, aun cuando esté continuamente al borde de su propia destrucción?
Esta aspiración radical, en el poeta José Mármol “está indisolublemente ligada a la necesidad de un nuevo lenguaje poético. Sólo hay una manera de abrir esa imprescindible brecha. Pensar, meditar críticamente el mundo y el lenguaje poético precedentes. Las formaciones discursivas, como las formas sociales, discurrido un tiempo y minadas sus bases individuales y colectivas de sustentación, se ven forzadas a abrir sus compuertas a posibles formas nuevas” (pág. 55). La presencia del pensamiento en la creación faculta al propio pensamiento para que acierte en la determinación del espacio y momento en que la apertura de una nueva renovación se haga impostergable.
Para José Mármol, todo problema –poético o filosófico, pero también el más cotidiano– se vuelve un problema lingüístico, un problema ontológico. Si el lenguaje, por una parte, pierde su fundamentación, se convierte, por la otra, en la fundamentación de todo. En el pensamiento moderno –podría decirse–, el lenguaje sustituye a la verdad. De igual modo, en la poesía moderna, el lenguaje sustituye a la realidad.
Tal situación central del lenguaje no conduce, como podría creerse, la confianza total por parte de este autor. Al contrario, Mármol comienza su obra interrogándolo, reflexionando sobre su poder o su eficacia. Por una parte, el objetivo de Mármol es llevar al lenguaje a su máxima posibilidad expresiva; por la otra, el mismo Mármol tiene conciencia no sólo de la máxima imposibilidad de lograrlo, sino del equívoco que expresa que encierre la expresividad misma.
En uno y en otro caso, su actitud es crítica. En su búsqueda de una máxima posibilidad expresiva, lo que Mármol intenta es crear otro lenguaje: una alquimia verbal o una magia evocadora y expresiva de la experiencia radical del ser.