La poesía de José Mármol (Santo Domingo, 1960), sobre todo la concebida a partir de su libro Criatura del aire (1999), ha venido centrando su fuerza imaginaria y fantástica en el hecho de abolir y cantar las cosas más elementales y sencillas.
Mármol ha venido construyendo un exuberante universo cotidiano, de seres que se entregan y renuncian al amor, al goce, la pena y la alegría.
Desde la aparición de su primer libro, El ojo del arúspice, en el año 1984, pasando por Torrente sanguíneo, con el que obtuviera, por segunda vez, el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez, en el año 2007, hasta la publicación en España del libro, Lenguaje del mar, galardonado con el XII Premio Casa de América de Poesía Americana 2012, José Mármol ha venido construyendo un universo espiritual pletórico de reverberaciones poéticas. La poesía de este autor bien puede ser la más intensa de su generación.
Dotada de un vigoroso lirismo espiritual, esta obra se define como la poética del ser, que se explora y da cuenta de lo que encuentra o pierde, pero, lo hace con una osadía formal pareja a la audacia de las emociones, una exaltación lírica hecha con un lenguaje transparente y sensual.
Con la publicación de Lenguaje del mar por la prestigiosa editorial española Visor, José Mármol se consolida como uno de los poetas dominicanos más difundidos a nivel internacional, inaugurando con este acontecimiento, sin precedentes en nuestro país, una nueva y promisoria etapa en su ya dilatada carrera literaria.
Quizá no haya nada más sencillo y a un tiempo más complejo. Lenguaje del mar no es una simple poesía de la experiencia, como algunos críticos erróneamente han querido insinuar, sino, un despojo instintual de todos los sentidos.
Lo que nuestro autor busca es regresar a una relación simbólica con el mundo insular caribeño, teniendo de trasfondo el decorado alegórico de una tropología esencial: los densos flujos del mar (…) “el de las bolitas de queso crujiente, calamares en su tinta, vodka tónica con chapas de limón (…) el mar tuyo, el mar nuestro… en su líquida y revuelta enredadera de sal (…) con la luna colgada en la quilla de tu rostro”.
Opulencia y celebración: el mundo vivido como un reino. Tal sentimiento, es o puede ser, un exilio, pero es el exilio en lo paradisíaco. Juego amoroso hasta el deliro después, pasando por el coqueteo, “aguardando, sin decir palabra (…) o inclinando la cabeza a la izquierda de mi cuello, disoluta la presencia de un cuerpo a contraluz. Huele a cerveza congelada, tostones en su salsa, un primor”.
En el erotismo la artificialidad, lo cultural, se manifiesta en el juego con el objeto perdido, juego cuya finalidad está en sí mismo y cuyo propósito no es la conducción de un mensaje -el de los elementos reproductores- sino su desperdicio en función del placer. Como la retórica del simbolismo, el erotismo, en José Mármol, se presenta como la ruptura total del nivel denotativo, directo y natural del lenguaje -somático-, como la perversión que implica toda metáfora, toda figura.
“El muchacho, cuerpo de oro, acomoda la verga, aprieta las nalgas de la rubia, se la encima suavecito, amatorio, complacido y sereno, resuelto a desatar, pasando manos, mide el paso lento, seductor, de su próxima presa y la deja pasar”.
Imágenes directas, a menudo muy bellas- con una belleza interna, con una belleza material-, no tienen otros orígenes. Por ejemplo, para Mármol, ¿qué es el mar? Es la senda de nuestro destino, con su idioma de furias, de penas y placeres, de dolores y alegrías.
Una vez más, ¿qué domina aquí, la forma o la materia?, ¿el dibujo geográfico del mar con el pezón de su delta o el propio líquido del sexo en pleno orgasmo? ¿Y mediante que trujamán el lector participará en la imagen del poeta, si no es por una interpretación esencialmente sustancial, dinamizando humanamente la desembocadura del mar unido al deseo que emana del propio órgano sexual?
“Me excita la fragancia de un vocablo soez. Soy carne temblorosa, hechizo del pudor, y mi voz no es la voz, soy yo. Penétrame así (…) ahora (…)”.
Una vez más vemos que todos los grandes valores sustanciales, todos los movimientos eróticos valorizados ascienden sin dificultad al nivel cósmico. De la imaginación de lo erótico a la imaginación transfigurada del mar, hay múltiples fantasmas, carencias y deseos, porque lo erótico es el valor de la imaginación en movimiento, que encuentra salida, poéticamente, en toda ocasión.
¿Qué significa este lenguaje del mar, como lenguaje simbólico y metafórico de un orden concreto y real? Es la imagen de una noche tibia y feliz, la imagen de una materia clara y envolvente, de una imagen que toma a la vez el agua y el aire, el cielo y la tierra, y que los une, una imagen cósmica, amplia, inmensa y dulce, a veces amarga. Si la vivimos de veras, podemos reconocer que no es el mundo el que está bañado en la claridad azulosa del mar, sino, el espectador que se baña en un bienestar tan físico y tan seguro que recuerda el más antiguo bienestar, el más dulce y agrio de los alimentos:
“Restos de carne, pan tostado. Un diminuto pincho de camarones criollos a la brasa y nada más.”
El mundo que habitan estos poemas es un mundo de contornos temáticos, suntuosos, que se derraman sobre la página poética, con una paleta sensorial vastísima, abundantes en ricos tonos, temperaturas y musicalidades enormemente amplias y sabrosas. Una poética de flujos eróticos, que inundan de placer y lujuria todos los sentidos. Desde ahí, en ese río genitor de palabras e imágenes gourmet, Mármol confecciona una experiencia que posee intensos y variados registros verbales. Es un mundo poético delicado en el que las pulsiones del deseo, la naturaleza, el sueño, la comida, la soledad, la inocencia, la infancia, la muerte, el erotismo, el amor, engrandan visiones vastas y escenas diminutas, flujos verbales alimentándose de su propio devenir:
“Un teatro tal vez, de monólogos alternos”, allí donde “huele a caña, a sudor, a ron de juerga, el eterno fandango, a las carnestolendas y los muelles, al amor, al endiablado amor de arrecifes y de orillas”.
Misteriosa virtud ésta de reavivar, en el vértigo de la escritura, los abundantes pliegues de una tradición poética y que, al mismo tiempo, vibre sobre ella el timbre de una voz propia. La búsqueda de Mármol ha emprendido de sus orígenes—el poético y vital—le ha acarreado la recompensa de la innovación, y el intercambio simbólico del comienzo de una nueva tradición.
Una recompensa ambivalente, pues la innovación poética suele ser una carga excesiva, saturada de responsabilidades, a las gratificaciones simplonas de la virtud (o el virtuosismo) o la excesiva explotación de una cantera temática y lingüística. No son muchos los poetas conscientes de que el trofeo de la innovación sólo es accesible por el esfuerzo; de que el talento lo dispensa la disciplina, esa musa fea que permite al poeta verdadero no perder la propia voz en el balbuceo o en el coro circundante.
Es curiosa la lealtad de Mármol por unos registros tan congruentes con la tradición de la lírica dominicana moderna de arraigo paisajístico (desde los vacíos sertones fronterizos de Manuel Rueda a los trópico negros de Manuel del Cabral) y a la vez, hoy tan apartados de una inmediatez que ha descartado la posibilidad del paraíso. Una vertiente de la generación nacida en las postrimerías abrileñas de postguerra (René del Risco Bermúdez, Alexis Gómez Rosa) se topa si acaso en las ciudades con pequeños paraísos de cascajo, paisajes diminutos cargados de revelaciones, perdidos entre los tristes tinacos y tendederos de las ciudades monstruosas, siempre en presente, muchas veces con desgarros de ironía. Mármol, por su parte, persiste, en este libro, en la navegación de una naturaleza que no es solamente metáfora del mundo o inventario del edén, sino interlocutora viva de la realidad, sede elemental de pulsiones vitales con sus alegrías y tragedias, materia prima ante la que se pregunta “ ¿cómo podría permanecer impávido?”
Mármol es un poeta mirón, que prefiera mirar o acechar, antes que simplemente cantar inútilmente, con versos hueros y vacíos, lo que es una actitud extraña en nuestra tradición. El suyo es un lenguaje no para guardar ideas, sino música como idea, capaz de extraer del tiempo mítico objetos secretos y revelaciones insospechadas. Una melodiosa material verbal que concelebra con el lector, asediado por insistentes vocativos. Una voz que es treno funeral, que salta a cosas suntuosas para luego desbaratarlas en tono menor, murmullos apenas, pedacería disonante. Estos cambios de tono y volumen parecen adecuarse al hecho de que Mármol es un poeta que salta entre sus diferentes edades y en los personajes que lo observan en esas edades diferentes. De pronto la voz es la del padre que habla desde su “regazo caluroso”, luego el himno de su amada Soraya, el balbuceo de un amigo de infancia o la dolorosa canción de las rameras. “Era un portento de letal concupiscencia. El deseo, pienso, la lujuria, quizás, mecidos en el hueco suspendido de la sed”.
Esta confesión nos revela que el erotismo no le es extraño al poeta y que Mármol es muy sensible a su presencia, tanto como fantasía como carencia. Quizás hay otra vía para captarlo: no como un deseo por enunciar, ni siquiera como algo que está fuera, y que debemos de incorporar a nosotros, sino como ese espacio que nos seduce y disuelve en él. De ahí la necesidad de compartir flujos. Identidad pero no posesión, sabiduría pero no conocimiento. Lo que en Mármol es el goce del Otro puede transfigurar lo material y lo inmaterial, lo concreto y lo virtual. Es sobre todo un ritmo (el ritmo de las aguas del mar, que suben o bajan por las olas trepidantes del deseo y la fascinación), un dinamismo en el que la vida entera participa recobrando intensidad y fruición.
¿No es la búsqueda de lo dramático a través del “juego” mismo y no a través de lo patético? Ni el “juego” ni el “placer” excluyen el rigor: no el rigor meramente externo del estilo, sino el que hace de la libertad una necesidad. Así, Mármol trata indistintamente su experiencia erótica como una experiencia verbal, o ésta como si fuera aquella. El lenguaje y el erotismo, son, aquí, una sola y misma cosa. José Mármol trata el lenguaje no sólo como una materia erótica, sino, además, como los mejores simbolistas, busca ese punto alquímico en el que la palabra, sin dejar de ser signo tradicional, alcanza su metamorfosis gracias a la lucidez de la pasión, que hace de lo cifrado y lo hermético una claridad profunda, o una profunda claridad, aun (ir)radiante.
Se trata de escribir, como diría Braulio Arenas, “el nombre mágico que conciliará amor y vida, de una vez para siempre”. Para escribir ese “nombre mágico” nuestro autor no llega, sin embargo, a violentar el lenguaje; le basta con “trans-escribirlo”, transfigurarlo, metamorfosearlo. Esta metamorfosis verbal, el lector percibe que corresponde a la metamorfosis del amor mismo y así, desde tal perspectiva, su lectura se convierte a un tiempo en participación y distancia, en placer y lucidez.