Si me viera compelido a sobrevivir luego de una catástrofe universal, en una isla desierta y vacía, sin otra posibilidad que quedarme solo con unos cuantos libros, no dudaría en llevarme a esa isla desolada, el último libro del poeta cubano José Lezama Lima (1910-1976), Fragmentos a su imán, publicado póstumamente en el año 1977. En José Lezama Lima siento que mi ser se “plenifica” y se disuelve cuando empieza apropiarse de su propia conciencia. Así, se intensifica en su búsqueda misteriosa y enigmática. La poesía lezamiana no es tanto esclarecimiento como revelación, ese instante en que la imagen nos pone ante una totalidad, en que el ser rompe con la “embriaguez viciosa del conocimiento” y nos hace vivir, ver su esplendor. La revelación del misterio, que es el desciframiento de mi meta, ahora que me encuentro solo, en esta exuberante y utópica isla caribeña, pues descifrar en Lezama es también velar, para que lo irrevelable encarne, sea inteligible en el cuerpo mismo de su oscuridad.
Los mitos, las alegorías, las ideas elementales que están presentes en esta obra, en cuanto huellas imborrables e inexplicables, constituyen la esencia misma de la vida. Los mitos son, en su inmensa diferencialísima variedad, emblemas, metáforas pulsionales, de nutrición y procreación de lo sobrenatural y la resurrección del ser. La poesía es así resistencia y una fijeza que hay que vencer.
Aquel “enemigo rumor” del que nos hablaba Lezama que desde allí, su lejanía, lo observaba con una enemistad que se remonta hasta los orígenes del pecado. Sólo a través de la experiencia de la poesía puede el poeta, auxiliado por su imaginación y la reminiscencia, vencer esa resistencia y penetrar con amplia libertad en la esencia de los objetos.
La poesía, según Lezama, es descifrar y volver a descifrar. La poesía nace de la resistencia que encuentra el “súbito” (la imagen) al querer penetrar en lo “extensivo” (lo real). La metamorfosis como “disolución” necesaria del yo: esto es lo que predomina en la obra poética de Lezama. Esa disolución empieza por la del significado mismo, que, a su vez, acarrea consigo la conciencia.
En efecto, los poemas de Fragmentos a su imán se desarrollan sin una estructura semántica o discursiva muy perceptible; es un incesante entrecruzamiento de motivos y un flujo de imágenes que apenas podemos seguir en un primer momento. Se trata, en verdad, del poema que es sólo imagen; los nexos, las transiciones se borran y el lector, quizá como Narciso nunca logra ver su rostro (“Vertical desde el mármol no miraba, la frente que se abría en loto húmedo”) o si lo ve lo que le parecen son figuras extrañas o aun signos hostiles.
Estas ideas de Lezama deberán aclararme, entonces, la aparente paradoja de refugiarse en la lejanía de una isla desierta, frente al lleno comunicante que caracteriza su visión poética. Proliferación incesante de imágenes de luz y sombra, que establece una dicotomía entre dos mundos, que se sobreponen “a mi ser aislado y solo”.Dioses y efímeros se conjugan en lo oscuro gracias a la reminiscencia de su Primera Unidad, ahora rota en la imagen que percibo, en esta pequeña isla de lo ilógico. Nunca se hace tan visible como hasta ahora la alianza luz-sombra, que establece una dicotomía entre dos mundos, que Lezama asume ante una posible respuesta como esta. La poesía de Lezama no sólo se reduce a los cuerpos luminosos y sus sombras, sino a todos los demás aspectos: lo cotidiano y lo estelar, madre y esposa; presencia y ausencia. Ambición por reescribir el universo infinito: “La pureza de la transparencia y lo oscuro germinativo, el canje de afuera y el adentro, la alianza de la luz y la muerte, presiden a esta poesía, balanza de aire cuyo platillo de sombras a veces parece pesar más” (Cintio Vitier). Intento obsesivo de testimoniar una concepción muy personal del quehacer poético.
En verdad, este drama radica, como ha dicho Julio Ortega, en la latencia de la transmutación,“que supondría un orden natural trascendido en su propia inmanencia; o sea, no se pretende negar el mundo y su espesor real, no se intenta una fuga simple de un orden naturalizado, sino que, más bien, se reconstruye con imagen una naturaleza más plena, libre de determinismo y su caída; y la poesía, como la literatura, como la historia y la cultura, es el proceso de conversión: la vía realizadora de esa sobrenaturaleza ganada”. En último término, la sobrenaturaleza vendría a plasmarse como el espacio superior de un orden natural humanizado.
A pesar de la soledad y el dolor que parecen atormentar a Lezama, en estos últimos momentos, en que aún persiste la fe en la “cantidad hechizada”, o en la poesía como redención o sueño, la poesía de Lezama no ha de curar o sanar mi herida, ni mi estado de abandono y fruición, mientras olfateo extasiado las páginas apolilladas, desvirgadas e intonsas de este viejo libro, de editorial
Lumen, que compré en el año 1982, en una “reguera” de libros usados en la avenida Duarte, ubicada en el patio trasero de un viejo edificio de estilo gótico, y que ahora voy a “desguazar” con las puntas de mis dedos o con un afilado cuchillo roto, para gozar esquizamente, leyendo estos herméticos versos.
La poesía es la única posibilidad de restituirnos al mundo de la imagen, anterior a la aparición del Adán bíblico. En estos versos reminiscentes del Poimandres Lezama afirma: “El agua Ignea demuestra que la imagen, existió primero que el hombre, y que el hombre adquirirá ¿dónde?, el disfraz del Agua Ignea”. ¿Posible solución para reparar lo que nos hizo perder la unidad primigenia?
Sugiere el poeta: “entrar en el espejo que camina en nosotros hacia nosotros”. Añade Octavio Paz: “el espejo vacío de la poesía”. La lejanía es el vacío que a su vez es el mundo de la imago. Ante la contemplación de unas estampas japonesas de Casal, donde damas y amigos saborean una taza de té, reflexiona Lezama: “El pabellón de la Imagen coincidía con el Pabellón de la Vacuidad y ambos son el Pabellón de lo Informe”.
Creo entender que el vacío es entonces la imago y desaparece ahora toda aparente contradicción vacío-sobrenaturaleza, pues, como dice el propio Lezama en su último poema titulado El pabellón vacío: “Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable (…)”. Vacuidad o suspensión indispensable que le permitirá a Lezama (y a mí también. ¿Por qué no?) llegar a la otra orilla; restituirse a la cantidad hechizada donde ya para siempre se convertirá en Imagen.
Como se puede ver, estas últimas ideas me permiten aclarar la aparente paradoja de refugiarse en la lejanía o el vacío frente al lleno comunicante que caracteriza la visión lezamiana del mundo, y, ¿por qué no?, de mi vida atormentada y vacía.