La noción de que la realidad debe ser menos consciente que el hombre es uno de los más notables ejemplos de la confusión de lo temporal con lo eterno. Esta idea surge de la observación de que las cosas que preceden al hombre en el tiempo son menos consciente y, retrocediendo más, inconscientes.
Pero el supuesto de que se pueden explicar perfectamente las cosas por lo que las precede en el tiempo, y lo que es anterior en el tiempo está más cerca de la naturaleza de lo eterno, es pura imaginación. Hasta cierto punto se pueden explicar las cosas por su historia, pero toda la historia no explicará por qué o cómo es que existe la historia. Hay que pensar mucho en el principio de que el intento de explicar el presente solamente por el pasado es virtualmente el intento de derivar lo que existe de lo que no existe. Como causa suficiente del presente, el pasado es en particular ilusorio, puesto que tampoco existe. Así es como en esta poética, en realidad, el universo existe sólo como una proyección mental, que el Espíritu percibe y transforma en una leyenda o mito, para después abolir el tiempo, el espacio y la identidad personal.
Esto se explica del siguiente modo: la realidad testimonio de los hechos es inasible; la literatura como fenómeno estético que radica en el lenguaje, tiene como condición esencial la irrealidad, independientemente de que arranque de lo real. Esa irrealidad tiene la misteriosa virtud de iluminar la realidad, de revelarla en sus estratos más profundos. Ya que en esta obra existe un inescrutable intercambio entre la ficción y la realidad, en el cual el poeta se recrea y juega hasta entreverar y confundir la una en la otra. De ahí la búsqueda incansable por asir lo real a través de lo estético, en sus aspectos teológicos y metafísicos, aunque se sepa de antemano fracasada la empresa. En consecuencia, Borges es un incrédulo, o, mejor dicho, un escéptico de toda actividad humana y de esta realidad ultrajante, de donde surgen , fatales e ilusorios los días. Lo único que lo consuela son las fantasías estéticas y filosóficas, porque puede terminar convirtiéndolas en combinaciones arbitrarias o en caprichos de la imaginación, como
Ariosto… enseñó que en la dudosa
Luna moran los sueños, lo inasible
El tiempo que se pierde, lo posible
O lo imposible, que es la misma cosa.
Únicamente dentro de este orden de cosas Borges confiere un margen más amplio a aquel nexo que hemos llamado realidad: el mismo no se encierra ya en el cuadro de una objetividad psicológica, sino que comprende un mundo mucho más complejo y amplio. Como se ve, la visión borgeana del universo está signada por una experiencia caótica, laberíntica, emocional y onírica, que como ha escrito Saúl Yurkievich (2002), provoca un alejamiento creciente de la actualidad. Se trata, más que de una concepción del mundo, de una ética que condiciona no sólo su pensamiento, sino su percepción de lo real.
Borges adopta una actitud abstracta que procura tornar inteligibles los innúmeros atributos de la realidad; en lugar de la realidad insaciable que ofrece la percepción, el poeta argentino quiere fijar los símbolos que constituyen el sustento del mundo. El autor de La Cifra sólo pretende organizar el mundo para refutarlo. Y con ello negar el tiempo, la vida, y crear, más allá de toda sucesión, “otra” realidad, donde lo único que existe es “un instante absoluto”, entendiéndose por instante ese momento o fragmento brevísimo de tiempo que se precipita en otro similar y desaparece.
La realidad deviene, así, en una probabilidad que resiste a convertirse en cosmos, ya que el poeta sabe que no puede expresar el mundo, sino aludirlo, mencionarlo, quizá abolirlo y con él también borrarse. Borges casi siempre se negaba o abolía. Se relegaba a una suerte de no–ser, en donde la literatura era un juego o una ironía, en la que todos los autores eran un autor y “la obra el origen del artista”. Toda esta obra, se define a partir de esa tentativa: la literatura que se piensa, medita y reflexiona, se hace o se deshace, se construye y se justifica en sí misma.
Toda ella es un impulso hacia el mundo, pero también crítica de ese impulso. Su fracaso se dirime ante el lenguaje, ante la realidad, del mismo modo que su “esceptismo esencial” se torna creencia mediante la creación poética. Porque como Coleridge, para Borges la fe poética consiste en “una fuerte apariencia de la veracidad capaz de producir una espontánea suspensión de la duda”.
Borges desconfiaba de la realidad y del lenguaje; por ello, su obra no es sólo canto sino también meditación que a veces destruye toda posibilidad de crear. A ello se refiere Octavio Paz (1991) cuando lo define como el autor de una obra única, edificada sobre el tema vertiginoso de la ausencia de la obra. De ahí que la plenitud que ella busca es una dialéctica entre lo vacío y lo pleno. Pues, en definitiva, Borges tiende a problematizar nuestra relación con el mundo y a fundar otro.