La filosofía como espacio lúdico de la imaginación condujo a Jorge Luis Borges a indagar sobre el enigma del universo y la realidad como una lúcida imposibilidad. En Otras Inquisiciones dijo: “Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo” (1960).

En efecto, esta imposibilidad de penetrar el universo conlleva en sí la creación de un espacio imaginario, construido desde la ficción del poeta, cuyo nombre es Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el cual está organizado según los sistemas filosóficos y teológicos de casi todos los tiempos. Yo diría que este es el primer planeta imaginario cuya existencia coloca al mundo fantástico por encima del mundo real. Desde luego, todo es aquí de carácter maravilloso, y nada se refiere a la realidad. Se trata, pues, de partir de lo imaginario como instancia de lo real, para que todo sea una infinita alucinación o fantasía. La realidad es, así, fruto de una Divinidad. Divinidad que está fuera de las leyes humanas, que no acabamos nunca de percibir. Borges sabe que los esquemas temporales de la teología, la filosofía y la metafísica, también son irreales. Sabe que las expresiones del espíritu están entendidas no como esfuerzos de inteligencia por interpretar el mundo, sino como diseños de un universo construido a través de la lógica, apenas recurriendo, o sin recurrir a la experiencia concreta.

No hay imagen de la realidad, sino que la realidad es la posibilidad de la imagen o, más exactamente, la manera como se encuentra consigo misma y desaparece en ella, la unidad secreta de acuerdo con la cual se despliega, inmóvil, en la inmensidad del poema y a la vez se retiene en la intimidad del lenguaje. Este espacio del universo, lugar que se engendra en la medida y por la medida de un sueño, también es una imagen, habla imaginaria, antes que de lo imaginario, donde habla lo imaginario sin hablar de imágenes ni por imágenes, nivel donde, en verdad, esas tres palabras, imagen, imaginario, imaginación, ya no tienen significación distinta. Así, en Borges, la palabra universo, es la que por sí sola forma figura y basta para llevar todo el poder de su escritura hacia el enigma.

La imagen es un enigma, tan pronto como, por mi lectura indiscreta, la hago surgir para ponerla en evidencia arrancándola del texto. En ese instante, el enigma que es Borges, plantea otros enigmas. No pierde su riqueza, su misterio, su verdad. Al contrario, excita, por su tono de pregunta, toda nuestra aptitud para responder haciendo valer las seguridades de nuestra cultura así como los intereses de nuestra sensibilidad. Pregunta, deja de ser simple, pero también es respuesta, y retumba en nosotros como lo que deduce de nosotros la respuesta que ella nos induce a ser. Entonces, el desdoblamiento en Borges parece ser su vía y su naturaleza. Ella es esencialmente doble, no sólo signo y significado, sino figura de lo no figurable, forma de lo onírico, simplicidad ambigua que se dirige a lo doble que está en nosotros y reanima la duplicidad en que nos dividimos, nos juntamos indefinidamente.

¿Acaso puede decirse que este movimiento de la imagen que Borges realiza en sus textos sea un simple juego e ilusión arbitraria, una derogación torpe y extraña? Si es un juego, el oximoron le pertenece. La imagen tiembla, la paradoja encarna y el estremecimiento de la duda oscila: sale constantemente de sí misma, porque no hay nada en ella que sea ella misma, siempre ya fuera de sí de donde nace el mundo y fluye en la escritura.

Imagen, imaginación: al subordinar la imagen a la percepción, la imaginación al sueño y al hacer de la conciencia un pequeño mundo que a su vez refleja otro sueño, somos también un sueño soñado por alguien. La historia debió haberse escrito de otra manera. Sin embargo, según Borges, nuestra voluntad no es la que decide, ni nuestra conciencia la que elige, sino que todo acto humano es la manifestación onírica del yo. Aquí quiero detenerme en este cuestionamiento de la voluntad y la conciencia concebidas como entes ficticios. Pues no es más que sueño, ficción, esa creencia de que somos nosotros quienes actuamos, hacemos y vivimos con nuestra propia voluntad. Ni hacemos ni vivimos por mandato de nuestra voluntad, sino que soñamos, aunque con los ojos abiertos. Borges alude, precisamente, a ese soñar que es pura ilusión de la conciencia que funda el orden del mundo, en el yo del lenguaje. Dice que vivir es soñar puesto que el cuerpo vive más allá de los límites que la conciencia le supone, desbordándola. Pero un soñar que es pura ficción. Esa realidad que presume el Yo y no pertenece al mundo. Pues soñamos cuando hacemos algo por nuestra voluntad, sólo que lo soñamos que lo hacemos por nuestra voluntad. “Quienes creen que hablan, o callan, o realizan una acción por un libre mandato del alma, sueñan con los ojos abiertos”(Spinoza).

El problema de la “realidad” en el sentido de la cuestión de si es en el sentido heideggeriano “ante los ojos” un mundo exterior y de si se puede probar, se revela un problema imposible, no porque conduzca a consecuencias que son otras tantas inasibles aporías, sino porque el ente mismo que es tema esencial en Borges repele, por decirlo así, el planteamiento de semejante cuestión. No hay que demostrar que es ni cómo es “ante los ojos” un “mundo exterior”, sino que hay que mostrar porque el “ser ahí” tiene en cuanto “ser en el mundo” la tendencia a empezar sepultando “gnoseológicamente” el “mundo exterior” en la nada, para luego deshacerlo en un juego de imágenes arbitrarias.