A Jochy Herrera (Santiago de los Caballeros, 1958), lo conocí en Santo Domingo en el año 2010. No recuerdo ahora quien nos presentó; tal vez fue José Mármol. En cambio, estoy seguro que este primer encuentro fue en la casa del poeta dominicano. Cambiamos algunas palabras y rápidamente, al descubrir que teníamos gustos, lecturas y opiniones semejantes, la conversación se convirtió en un mutuo reconocimiento. Al cabo de unas horas éramos amigos. Jochy Herrera es un destacado ensayista dominicano, melómano aficionado e inapelable amante de las artes visuales. Ha publicado: “Extrasístoles (y otros accidentes)”, en 2009; “Seducir los sentidos”, en 2010; “Cuerpo (accidente y geografía)”, en 2012 y la “Flama magna”, en 2014.
Con la publicación en 2018, “De fugas y visiones. Textos atemporales”, bajo los auspicios de la colección Cielo naranja, Herrera, registra un modo distinto de pensar la ciencia desde el arte y la poesía.
Las imágenes del arte constituyen aquí una forma de lenguaje con su propio significado y su propio sentido. El mundo del arte es susceptible de ser expresado, transmitido, comunicado, significado, sentido, apreciado por todos pero sobre todo “sugerir” algo, esto se ha aceptado desde siempre, el hacedor de arte al crear siente un impulso irresistible de comulgar con los demás que quieran acercarse a él. De acuerdo al análisis de Herrera, hay una relación bastante directa, entre el artista, como emisor y el contemplador que es receptor, el artista “escribe” con su propio y muy personal lenguaje “un contenido” que es recibido de modo también muy personal por el que se acerque al objeto artístico.
Cuando el arte se convierte en objeto de estudio de la ciencia, no pueden pasarse por alto las cuestiones epistemológicas, la intuición y la razón. El arte es compatible con la ciencia, allí donde hay un espacio estético, para indagar lo mitológico y la religión.
Esa sacralización de lo pagano parece alentar en las imágenes míticas, las que entrañan valor mitagógico, según advirtió el neoplatónico Proclo en la tardía Antigüedad (siglo V) en sus “Comentarios” a los diálogos de Platón en los que subraya el valor ontológico de las imágenes y su relación histórica con el alma o el cuerpo.
Estamos ante una de las cuestiones más complejas y discutidas de la historia de la espiritualidad de Occidente. Una línea tradicional, que se remonta a San Agustín y los primeros padres de la Iglesia, subraya una fractura insalvable entre paganismo y cristianismo. Las declaraciones del obispo de Hipona son harto elocuentes y en todos los casos considera el paganismo como algo demoníaco a lo que hay que anatemizar, “contrario sensu”, hubo también a fines de la Antigüedad y durante la Edad Media quienes pretendieron salvar ese hiato vinculado al cuerpo y su revelación espiritual y erótica. De su sensualidad epifánica y pagana.
Sabor y saber: fórmula que le encantaba usar casi como emblema al ensayista Roland Barthes, porque para él esa combinación era la clave del ensayo verdaderamente literario. Donde el saber toma sabor aparece el escritor y desaparece el escribano.
El cuerpo es la materia del ensayo y el cuerpo melancólico, en muchas de sus transformaciones, es uno de los temas más singulares de este libro. No un cuerpo tradicional, clásico, como en la “Anatomía de la melancolía” de Burton, que nos recuerda la imagen humana de Leonardo da Vinci, y el cuerpo del ángel melancólico de Durero; sino un cuerpo fragmentario y plural que ya conoció la representación humana de Picasso, de Münch, y por supuesto también la línea sensual de los cuerpos de Miguel Ángel y Gustav Klimt. El nuevo cuerpo melancólico tiene una piel profunda y en él entra la literatura con fuerza y sensualidad.
Quien busque aquí un análisis tradicional, universitario, de la historia de la melancolía, o de la idea de melancolía relacionada a la poesía o al decir grandilocuente y petulante, no lo encontrará. Esta es la historia múltiple y fragmentaria de un cuerpo que se ensaya en otros y que ve en ellos una parte de su propia melancolía.
La gracia y la vida de este libro son excepcionales. Más allá del tratado erudito, “De las fugas y visiones. Textos atemporales”, está lleno de vida porque en él está la vida del ensayista, su cuerpo. Por eso, al comienzo del libro titulado precisamente “Ensayos”, Michel de Montaigne advierte que este texto, aunque habla de otras cosas, es sobre él antes que nada, y lo confiesa al lector con modestia teatral que en el fondo es coquetería: “Así, lector, soy yo mismo el tema de mi libro, no vale la pena que uses tu tiempo libre en algo tan frívolo y tan vano. El ensayo es así muchas veces una memoria cifrada, la bitácora afectiva de una errancia: un recuento reflexivo de aquello que la vida depara a quien no puede escribir sino combinando su sabor con su saber”. Un relato que puede ser visto como un poema extenso en prosa: una peculiar prosa de intensidades.
Es en esa instancia superior en la que se asienta la capacidad de introducir el punto de vista que se pregunta por la realidad o la ficcionalidad de los conocimientos, de las representaciones; la misma en la que encontramos el asidero para una certeza incontrovertible.
Pero acaso se puede uno preguntar: ¿de dónde viene esa certeza incontrovertida del yo? ¿No viene de la intuición de la vida y la existencia del cuerpo? ¿O sería posible, como sostienen todavía autores como Swedenborg, la existencia de seres espirituales, perviviendo sin cuerpo alguno, identificados prácticamente con sus estados representativos? O, situándonos en el extremo opuesto: ¿no será el cuerpo, esto es, el cerebro, lo que estamos llamando mente, y no haya, quizá, más yo que la identidad físico-biológica de cada individuo? ¿Y si sólo el cuerpo posee certezas incontrovertibles? Algunos autores ilustrados se situaron, (Herrera ha hecho lo mismo), siguiendo los desarrollos idealistas y materialistas de la gnoseología en el siglo XVIII (Berkeley y Lamettrie, en los dos extremos opuestos, por ejemplo), en posiciones próximas a estos planteamientos que disolvían al sujeto en lo representativo o en lo corporal.
Como muy bien recordaba Derrida, en el “Discurso del método” la certeza no es producto de una argumentación, sino de una intuición inmediata: en el pensamiento, recibo un conocimiento añadido, y es el de la evidencia de mi propia existencia, la que hay algo o alguien que piensa, la de que las representaciones los son de una mente y ese sujeto existe, y mientras que haya pensamiento sabemos que está existiendo. En ese sentido, Herrera tiene razón cuando señala con agudeza que la fundamentación de la certeza última que ofrece Descartes es válida incluso en el caso de la locura, y por tanto está por encima del plano donde se predica sobre la verdad o ficcionalidad de las representaciones.
En este hermoso libro hay expresiones poéticas que llevan lo indecible al rango de la existencia, como quería Rilke. Lo indecible que mediante la poesía se hace palabra, aun sin ser revelado por ella en su sentido secreto e intacto, ha sido con frecuencia el origen de conceptos filosóficos destinados a emprender caminos diferentes y a veces muy alejados de la expresión poética primera.