Que se cuide cualquier insensato de juzgar ligeramente. Jean Alain guarda un espacio meritorio como servidor público. Nadie en su sana conciencia puede denostar su fiel cometido. Solo la pasioncilla corrosiva de la envidia puede alentar el sórdido sentir que circula por las redes. Jean Alain ha asumido como ningún otro funcionario las razones que lo llevaron a la Procuraduría, y lo ha hecho con un sentido idílico de la lealtad.
El presidente Medina, exasperado y con las aguas de Odebrecht al ras de la nariz, le confió a ese muchacho una encomienda que lo desbordaba, tan frágil como un cristal: sacar a Punta Catalina del paquete, sin roturas. El objetivo no solo era imperioso, sino concluyente: una misión de vida o muerte. Era como desactivar un explosivo en cuenta regresiva. Sin vacilaciones, Jean Alain aceptó cargar con el trance de una detonación suicida y lo logró. El presidente respira hoy aires de reelección gracias al fino trabajo de Jean Alain: el hijo que no crio.
Comparar al procurador con cualquier otro funcionario es grotesco. El círculo de intimidad palaciega es apenas un corillo desafinado de bufones que se agota cada día en la vocinglería más indigesta; su adeudo más noble es adular. Jean Alain, en cambio, aquilató la elegante discreción de su jefe y ha hablado con la firmeza de sus omisiones, que son más persuasivas que sus parcas actuaciones. Con ese libreto en mano sorteó como una serpiente a Punta Catalina; no la tocó ni con el aliento del silencio.
Punta Catalina no tiene confines; en ella se glorificaron todas las perversiones. Es un reservorio mugriento y promiscuo de arácnidos, reptiles y batracios. Los pecados anidados en sus humedales son repulsivos; ellos tasan con igual miseria a políticos, gente de abolengo centenario, contratistas, asesores y tecnócratas. El silencio los ha confabulado en una cruzada de titanio por la reelección, una aventura desesperada forzada más por la impunidad que por el poder.
El trabajo confiado a Jean Alain no fue para torpes. Suponía subvertir su propia acusación y aparentar que investigaba lo que no quería encontrar y… ¡no lo halló! Hay que tener piel de cocodrilo para construir un relato tan inverosímil y creérselo como verdad iluminada; para interpretar una fría sobreactuación que ni al más imbécil persuadía; para urdir una trama selectiva que imputara a gente de gobiernos anteriores y dejara impunes a todos los beneficiarios de sobornos del propio gobierno.
¿Qué fuerza tan oscura, inescrutable y sumisa puede constreñir a un hombre a una devoción tan enajenada? Lo de Jean Alain con Medina es materia de investigación psicopatológica; quizás entremos al umbral de un nuevo síndrome de la psiquiatría, tan dependiente como los complejos de Edipo, Otelo, Empédocles o Electra: el complejo de “Yanalán” (como le llama el pueblo) que supone la autoanulación servil de toda conciencia propia en provecho de otro.
El muchacho estuvo determinado desde el principio y condujo “su proceso” con rigor castrense y según el plan. No lo perturbaron las embestidas del escrutinio público ni el grito de las evidencias ni las parodias a su imagen ni el reclamo de las marchas ciudadanas. Solo le bastaba la complacencia de Medina, como un acto de devoción idolátrica. En ese protervo propósito, Danilo le consintió todos los antojos, incluyendo poder para espiar a jueces, abogados y críticos.
Pero no todo el año es primavera. Hace una semana salió a la luz pública un informe periodístico. Se trata de un hallazgo inédito sobre Odebrecht. Una relación de transacciones de la caja B manejada para pagos irregulares, y operada por el departamento de coimas de la constructora, conocido eufemísticamente como de “operaciones estructuradas”. Aparecen así parte de las piezas perdidas, o, mejor dicho, de las arrimadas por la Procuraduría. Se abre el sumidero de Punta Catalina y ya su hedor empieza a sofocar. Parece que se trata de una cuenta de giros a favor de consultores, contratistas y asesores. Ello hace suponer que hay en reserva la identidad no revelada de legisladores, funcionarios y gente de poder. Además, como si se tratara de una trama de suspenso, los beneficiarios de esos pagos aparecen cifrados con unos seudónimos alegóricos; como para morder el morbo público y de paso romper los finos esfínteres de los sospechosos más nobles.
Justo en el momento en que el presidente Medina se apresta a anunciar su reelección salta de la nada este sapo que amenaza con orinarse sobre orondas reputaciones. Es necesario, entonces, organizar con tiempo el plan de evacuación, pero desde el poder. La reelección, de opción preferente se convierte en necesidad conveniente, como único salvoconducto para no residir en villa Najayo.
Entra en escena, asustadizo, un pálido Jean Alain con un anuncio tímido de hacer las investigaciones sobre este discovery. Pero no bien asoma hablan sus temores y con tono desdeñoso se refiere a estos datos como una simple “hoja de Excel” al tiempo de admitir que sus investigaciones no llegaron a esas informaciones. ¡Claro que no! Su mandato implícito era contra investigar a Punta Catalina, en un impecable caso de obstrucción de justicia. Era Jean contra Alain.
Lo tragicómico de este relato es que, días después de tomar el aire que le faltó, Jean Alain reaparece defendiendo a capa y espada su desempeño y en un grito más enfadado que infundido se atreve a definir su investigación como “la más seria y amplia de la historia”. ¡Qué maldita cachaza! Habló la culpa. Reírse es indolente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre país!
A Danilo y a su gente les faltará vida para retribuir la inmolación política y pública de Jean Alain, ofrecido como cordero de la expiación. Si en la malevolencia valen las gratitudes, lo menos que puede hacer el presidente es considerarlo como su candidato vicepresidencial. No hacerlo sería mezquino. En caso contrario es obligación moral de los empresarios y contratistas beneficiarios de Punta Catalina llevarlo como burócrata en jefe de sus clubes empresariales o como gerente de la central cuando se privatice, futuro ineludible de la obra. De hecho, le asentaría bastante bien a Jean Alain, considerando el feeling a Park Avenue que destella su fino talante. Ya ha habido un intercambio ejecutivo parecido: del CONEP al gobierno con un pálido pretexto de competitividad. ¿Por qué no del gobierno al CONEP? Le dejo esa tarea a su presidente, distinguido miembro de la comisión de nobles de Punta Catalina, y al emporio más influyente de su selecta membresía, propietario de los terrenos de la central. Mientras tanto, juro que Jean Alain se conformaría con escuchar de Medina esta palabra tierna: “mi hijo”. Casi lloro.