La deconstrucción, más bien, parece afectar a los propios conceptos de historia y origen, en su definición historicista, leyendo deconstructivamente esos mismos orígenes. Por ello también, resultaría complejo pretender sistematizar una significación unívoca para la deconstrucción, puesto que su variada aplicación en los disímiles campos sobre los que recae lo haría en extremo difícil.
Con relación a esto último, se podría señalar que, de todos los campos disciplinarios en que tiene cabida la deconstrucción -las ciencias del lenguaje, el psicoanálisis, la teoría estética, las artes, el análisis de las instituciones universitarias-, parece ser que es mucho más pertinente o que pertenece más a un orden, o a un régimen discursivo de carácter filosófico; aun cuando la deconstrucción también se ha interesado con un interés mayor que el de la mera aplicación a la literatura o a la teoría, la historia y la crítica literarias. Entonces, parece importante atender una cuestión de orden epistemológico que define también un entorno de validez para el presente trabajo y que está destacada por el crítico español Patricio Peñalver en su estudio sobre la deconstrucción: …la división de filosofía y literatura, divide también el texto sobre la deconstrucción, porque, ni como filosofía ni como literatura se deja pensar lo que la deconstrucción piensa. Ni siquiera como paso o precipitación -vuelo o caída- de la filosofía a la literatura, como se ha pretendido reiteradamente, y en forma peligrosamente desorientadora; para someter y excluir, desde la posición "autoautorizada” de la seriedad filosófica, a la deconstrucción como simple juego, pérdida del rigor, conversión en mera literatura o nivelación, de filosofía y literatura, o de concepto retórico (1997). Por lo tanto, deconstrucción, en vinculación con la literatura, es algo que podría interpretarse preferentemente como la asignación a la literatura de una potencia de lenguaje y de conocimiento que, en definitiva, estaría por encima de la teoría, el análisis crítico, o también, de la filosofía misma. Así, el interés por la literatura debería ser visto, más bien, como la búsqueda de la deconstrucción en la literatura- de lugares de resistencia a la filosofía, a la tradición filosófica occidental como ella se entiende.
Por lo demás, la deconstrucción irrumpe siempre sobre un pensamiento de la escritura, como una-otra escritura de la escritura misma, que fuerza a otra lectura que ya no está vinculada de manera indisoluble a una compresión hermenéutica del sentido que un discurso busca expresar, sino que, mayormente, rastrea sus pretensiones subterráneas y no visibles, su potencia no intencional entretejida en sus sistemas significantes, que son lo que constituye un "texto"; vale decir, una configuración que por su propia identidad o naturaleza manifiesta su renuencia a ser aprehendida en una comprensión de sentido único, y que sólo muestra un sentido en la medida en que éste no es mas que un efecto ilusorio ante la conciencia.
La deconstrucción viene entonces a desautorizar todos los principios hermenéuticos usuales de la identidad global de una obra, y, al mismo tiempo desautoriza la supuesta simplicidad o individualidad del autor. De tal manera, se instituye una serie trópica abierta, toda una metaforicidad ilimitable de conceptos y prácticas deconstructivas que subyace en otra comprensión de la tradición logocéntrica no sometida ya al sistema de "clausura" de sus conceptos y de sus oposiciones constitutivas; la archiescritura, la huella, la différance, el espaciamiento, el texto, son los artefactos textuales con que intenta abrir dicho sistema a lo que hasta ahora ha estado reprimido o excluido, y evidenciarían, luego, la dimensión más afirmativa de su pensamiento, refutando, al menos en parte, la crítica neotrascendental, neoilustrada, que la grava de responsabilidad ante el cierre del proyecto moderno.
Entonces, una vez cumplida la deconstrucción de la metafísica, las tradicionales categorías epistemológicas que sostienen el carácter unívoco de la noción de sujeto propia del logocentrismo, como asimismo su auto-representación en términos de autor y la presumible preexistencia de los sentidos con respecto al texto, queda neutralizada una historia del pensar occidental en que el signo ha sido pensado a partir de una metafísica de la presencia, del ser, del sujeto o del sentido, entendidos como presencia. Entendiendo que ha sido de este modo que la literatura cayó presa de un sentido de "expresividad", ya sea de lo íntimo, de la realidad, o de lo que fuere, correspondiendo sus contenidos a otras explicaciones y sentidos, rehuyendo así a su propia productividad sígnica al quedar a merced de un sentido externo y objetivo que sólo puede representar y que la determina.
Por ello, Derrida (1978) piensa el signo como huella, como différance, como agrupación que tiene la estructura de una relación, de un tejido, de un cruce que deja partir diferentes hilos o líneas de sentido, al mismo tiempo que está listo para anudar otros; donde nunca es simple ni aislado, sino que es en sí productivo, en cuanto se abre a una red de relaciones, a una dinámica inagotable de remisiones de las que no se puede precisar su origen, porque lo que se produce es un alejamiento del texto con relación a quien lo ha producido y al recuerdo del proceso en que se produjo su sentido. De este modo, todo texto adquiere la configuración lógica de una carta en cuanto a la modalidad con que le cabe ser interpretado, pues nunca ni el espacio ni el tiempo del emisor son los mismos del receptor.