Para República Dominicana, el año 2020 ha iniciado bajo astros que podríamos tildar de desfavorables. Es como si dioses implacables estuvieran tanteando nuestra capacidad de aguante y nuestra salud física y emocional.

A la pandemia de la covid-19 y su manejo se agregaron los incendios de Duquesa (bomba de tiempo sin resolver); la mega nube de polvo del Sahara, “la más intensa en 50 años”; la obligación constitucional de realizar elecciones en tiempo de coronavirus (apoyada por los partidos mayoritarios) y, como la cereza sobre el bizcocho, el paso del huracán Isaías. Cinco plagas que hemos tenido que sortear individual y colectivamente y cuyas huellas quedarán grabadas en nuestra memoria.

Entre todos estos fenómenos globales y locales, uno se puede preguntar, ¿cuál es la parte de los hombres en estos acontecimientos? En este caso específico, entendemos como “los hombres” los dirigentes políticos que lideran nuestros destinos, tomando en cuenta que vivimos en un mundo impactado por un cambio climático fuera de control que, si no cambiamos nuestra forma de vivir y producir, acentuará la pobreza y ensombrecerá nuestro futuro (sin olvidar que ya se ha demostrado científicamente que el cambio climático mismo es producto de la acción humana sobre la naturaleza).

La pandemia actual y las grandes incertidumbres que esta plantea representan un punto de inflexión frente al cual los gobiernos están compelidos a buscar respuestas no siempre convencionales a problemas de una envergadura sin precedentes.

En nuestro país tenemos una luz en medio de las tinieblas y es que, como resultado de las elecciones de julio, tenemos las esperanzas puestas en nuestras nuevas autoridades.

La oportunidad que nos ofrece esta crisis de múltiples caras es la de cambiar, en la medida de lo posible, un modelo contradictorio que ha permitido un crecimiento económico notable mientras ha mantenido los indicadores sociales en el suelo y ha arreciado las desigualdades.

La tormenta Isaías, con sus inundaciones y damnificados, nos recordó de golpe que hay ponerle la debida atención al tema de la gestión de riesgos y que hay una ley de ordenamiento territorial que espera su elaboración y aprobación desde hace veinte años.

El paso del huracán trajo consigo los habituales deslizamientos de tierra, desbordamiento de ríos, destrucción de viviendas, levantamiento de techos, daños a la agricultura y zonas parcialmente incomunicadas.

Todos estos hechos se han traducido en salidas imprevistas de personas que, en medio de la pandemia, tuvieron que abandonar precipidamente sus casas para alojarse donde familiares a causa de la crecida de los ríos.

En la lista de daños aparecen 44 acueductos sin servicio, 1,2 millones de personas sin servicio de agua según INAPA, 700 familias de Hato Mayor que lo han perdido todo. Todo ello, como lo recuerdo más arriba, en medio de las precariedades acentuadas por la covid-19.

Pasa lo mismo cada año durante la temporada ciclónica. Pero parte de los daños y sufrimientos podrían evitarse si se adoptaran las providencias necesarias. La temporada de 2020 ha sido anunciada como muy activa, con un 70% de probabilidades de padecer este año las embestidas de por lo menos tres huracanes de intensidad 3.

Si el gobierno anterior no hizo esto o aquello, es responsabilidad de las autoridades entrantes poner manos a la obra atendiendo, en su trabajo, la recomendación de la CEPAL cuando plantea la necesidad de articular las políticas de salud, económicas, sociales y productivas con políticas transversales de inclusión y sostenibilidad.