Los profundos déficits democráticos, después de estas votaciones, muestran nuestra involución, de tal manera que lo que creíamos más avanzado desde el 1996, la democracia electoral, primer peldaño de la legalidad y legitimidad de las autoridades elegidas, quedó palmariamente evidenciada como una tétrica erosión de las instituciones democráticas. Este interregno refuerza que nos encontramos en una sociedad caracterizada en la “zona gris”, vale decir, nos situamos en una escalera donde el espacio democrático está ostensiblemente disminuido y el poder blando, de que nos hablara Joseph Nye, cobra más cuerpo en nuestra sociedad como todo un tinglado de dominación y hegemonización.
A veces nos preguntamos, ¿por qué la transformación económica de los últimos 20 años no guarda relación con las instituciones democráticas? ¿Hasta dónde es sostenible en el tiempo la distancia entre la esfera económica y la estructura social sin graves conflictos? ¿Por qué la elite empresarial no empuja hacia un verdadero Estado de Derecho; falta de visión y compromiso, ausencia de intelectuales orgánicos que vean más allá del presente o se sienten cómodos con este stablishment rígido y un statu quo caracterizado por el inmovilismo y la exclusión, donde la cohesión social se ensancha aún más?
En fin, por qué nos mantenemos postergando la más larga transición democrática (1978-2016) sin encontrar los sentidos, el contenido verdadero del régimen que glorificamos en el discurso, sin hacer reverencia a la realidad para cambiarla? ¿Es que la elite política y empresarial no les conviene un verdadero Estado de Derecho con el predominio de las normas, de las leyes, porque asimilan que a mediano y largo plazo disminuyen su poder?
¿Qué dificultó la democracia electoral, qué nos llevó a un retroceso que teníamos superado en los últimos 20 años y nos lanzó al síndrome del 1990 – 1994? ¿Qué elementos se incubaron ahora que no abrió espacio hacia una dimensión más eficiente, más eficaz, más transparente?
Estamos llenos de preguntas que expresan las falencias de la legitimidad democrática de la sociedad dominicana. Todavía no alcanzamos a lograr, a pesar de la extraordinaria transformación económica, los servicios básicos de una sociedad moderna. Las reformas estructurales necesarias están pendientes, las que romperían esta maldita miseria circular que nos acusa de una tautología democrática sempiterna, para encontrarnos en una banalización que produce una gobernanza de vacío.
Es una simple obviedad, que en toda democracia, sobre todo, en una sociedad de ingreso medio y dibujado como de mediana intensidad democrática, es una enorme perplejidad que no existan las garantías electorales que expresen la sana soberanía del voto del ciudadano. En una democracia real las elecciones, que han de ser siempre libre, transparente, competitiva y con equidad, como señala el Artículo 212 de la Constitución, es el eslabón que confiere la autoridad legal; empero, ella trasciende, para orquestarse en un cuerpo de instituciones que validen, regulen y controlen los distintos mecanismos del poder generando el necesario equilibrio de poderes.
En una sociedad organizada donde la clase política respeta el marco institucional, las reglas y el rol de los distintos poderes y los actores confieren a la política la dimensión de servir, no importa quien domine los tres poderes del Estado, existirán y prevalecerán los mecanismos de control y el equilibrio de los mismos. De allí, que al no existir esa visión y esa realidad, tenemos que empujar de manera firme hacia un mejor Estado de Derecho.
No es posible seguir con esta cultura política del Siglo XIX donde el poder del Estado se imponga en gran medida, con los recursos públicos y utilizando el Presupuesto Nacional, con una agenda electoral. No podemos seguir aplicando la humillación y la miseria humana para la captación de un voto, comprando, alquilando y empeñando cédulas; como no podemos permitir esta inexcusable inequidad electoral que lacera el alma de los hombres y mujeres decentes de esta tierra de Duarte y Luperón. ¡Esta decadencia política, insondable, avergüenza a todo aquel que cree genuinamente en los valores de la democracia, más allá de la realpolitik!
El Sistema Político nuestro, su dinámica interna y externa, no está respondiendo a los signos cambiantes de la sociedad merced a las grandes transformaciones económicas. Una sociedad con un PIB de US$17,000 mil millones de dólares en el 1996, que ha pasado a US$65,000 mil millones en el 2016; esto es, en 20 años, ha multiplicado 3.8 la economía, vale decir, trescientas veces. Asombroso, más allá de los déficits fiscales (520,000 mil millones de pesos) y de la acogotante deuda interna y externa (U$41,000 mil millones de dólares). Estas variables, a mediano y largo plazo ponen en peligro los cimientos del poder en todas sus manifestaciones y dimensiones; en una sociedad con una insondable falta de cohesión social.
Hay, si se quiere, una enorme contradicción, entre la involución democrática y la transformación económica. Si las elites empresariales, académica, política, religiosa, no desean una enorme crisis que se le vaya de las manos, tendrán que salir de esta modorra de inercia institucional y del cumplimiento de las leyes. El statu quo requiere cambio, nuevas adaptaciones, que posibilite una gobernanza más efectiva a través del Estado de Derecho; que trastoque y rupture el deficiente equilibrio institucional que hoy se visibiliza, se evidencia grotescamente, con las votaciones del 15 de Mayo y que Organismos como la OEA, UNIONE (Unión Interamericana de Organismos Electorales), y Participación Ciudadana, graficaron significativamente.
El desafío no es otro que asumir una construcción institucional internalizada, que invalide la ceguera que hasta ahora nos hemos dado como sociedad. Como diría Francis Fukuyama “… los países pobres no lo son porque carezcan de recursos, sino porque carecen de instituciones políticas eficaces”.