Podrías llamarte Alexis, Miguel o Javier. Podrías vivir en Nueva York, Berlín o Madrid. Pero te llamas Ibar y vives en Praga. Eres uno de los tantos dominicanos de la diáspora. Hace ya muchos años te marchaste a estudiar al extranjero, con sueños, con ilusiones, con deseos de superarte. Eras joven y querías vivir y soñabas con llegar a ser alguien algún día y soñabas con cambiar el mundo. Y como a mí, el país te hastiaba.
Un continental no lo puede entender. Para un isleño, la insularidad es una condición difícil de soportar. Es a la vez un límite y una apertura que lo define. Haber nacido y vivido acá toda la vida nos parece ya incomprensible. Hay que salir del país para comprender muchas cosas. Hay que ver y correr mundo para crecer. Tú y yo hemos hecho una experiencia esencial que nadie nos puede arrebatar. La vida nos brindó la oportunidad de estar en el momento preciso en el lugar preciso. Hemos sido becarios anónimos, extranjeros solitarios, seres desarraigados, testigos privilegiados de una época de grandes cambios y mutaciones.
Estábamos allí, en el centro mismo de los acontecimientos, aquel año crucial de 1989. Nos tocó vivir el desencanto del socialismo real y su inevitable derrumbe. Desde entonces no somos –no podemos ser- los mismos. Para bien o para mal, el mundo ha cambiado, y nosotros hemos cambiado con él.
Hace ya tres décadas que llegaste a Praga con una beca de estudios. Y con el tiempo te quedaste en Bohemia. Y te casaste y tuviste hijos. Todos estos años has elegido la vida en el extranjero, la vida de apátrida, y aunque tengas residencia o nacionalidad y trabajes y pagues impuestos y tus hijos hayan nacido y crecido allá, nunca serás uno de ellos, nunca. Has escogido el exilio, la larga extranjería, el prolongado desarraigo, que no conducen a nada salvo a la angustia y al ser esquizoide. Y ahora te acosan el desamparo y la soledad, la angustia de saber que no se forma y jamás se formará parte del lugar en que se vive. Esa sensación angustiosa de no pertenecer al lugar donde estás no te suelta, no te deja tranquilo, no te da tregua día y noche. Y sientes como si no pertenecieras a ningún lugar, como si ya no tuvieras patria, o como si el mundo entero lo fuera. Y como nuestro admirado Kundera, crees que la vida está en otra parte.
No hay nada que hacer allí, Ibar, ya todo está hecho. Más allá de la experiencia humana y cultural, Europa tiene muy poco que darnos. Hoy se cierra cada vez más a los inmigrantes, a los transnacionales, se protege, se repliega en sí misma. Ni tú, ni yo, ni tantos otros entramos en el proyecto de los pueblos europeos. La competencia siempre nos colocará en cuarta o quinta fila, y tendremos suerte si se nos toma en cuenta. Los buenos empleos siempre serán para ellos, no para nosotros. Dicen que si eres muy bueno en algo puedes quedarte y tener éxito allí. Es posible, pero no hay que exigirle a ningún extranjero ser un genio para poder quedarse y trabajar en Europa o Norteamérica. Un día eso lo comprendí. Me llevó un tiempo comprenderlo, pero al fin lo comprendí. Entonces decidí volver al país.
Tú y yo hemos vivido las esperanzas y las dulzuras de un exilio voluntariamente elegido. No fue fácil adaptarse a todo aquello, a la convivencia diaria con gente de tan distinto origen. No fue fácil aguantar un frío de seis meses, sobrellevar la soledad, superar las barreras del idioma, someterse a numerosas pruebas académicas en una lengua intrincada que no es la tuya. Nos hemos hecho fuertes en la batalla. Recuerda aquella frase de Nietzsche que solíamos repetir: “Lo que no nos mata, nos hace más fuertes”.
Pero la vida es cruel, muy cruel, Ibar, y no todos llegan a hacerse más fuertes. ¿Te acuerdas de aquel compatriota que estudiaba cibernética en Brno? ¿Cómo se llamaba? Apareció un día muerto. Destrozado. Cayó desde la ventana de la cocina del séptimo piso de la residencia universitaria donde vivía. La policía barajó varias hipótesis sobre el hecho. No sabemos si se tiró, o si lo tiraron, o si resbaló del alféizar donde solía apoyarse.
Su muerte nos sorprendió a todos y nos dolió mucho. Era un buen muchacho él, amistoso, afable, deportista, algo introvertido y reservado, pero alegre. Nunca nos confesó aquello que le atormentaba. Recuerdo que llegó a escribirme varias cartas. En una de ellas me decía que los dominicanos eran buena gente por separado, como individuos, pero que cuando se juntaban eran un desastre pues nunca llegaban a ponerse de acuerdo en nada. Lo escribía así, en tercera persona del plural, como excluyéndose del grupo: los dominicanos eran. Quizá tuviera razón. Pero hay que hacerse el fuerte para soportar los reveses de la vida y para encarar un fracaso académico o el fin de un gran idilio.