Hemos llegado a un punto que nos parecen raros los días sin muertes de presuntos bandidos a mano de las fuerzas del orden. Estamos tan acostumbrados a leer en la prensa que mataron a cuatro antes de ayer, tres ayer que un día sin noticias de intercambios de disparos y ejecuciones crea la impresión que la Policía no está cumpliendo con su misión.
Lo más significativo no es solo la indiferencia con la cual vemos estos asesinatos extra judiciales sino la algarabía que aflora en algunos casos porque en una semana “se ha limpiado el país” de siete nuevos elementos antisociales que no irán a llenar las cárceles sobre pobladas.
De esta manera se tolera que se imponga en un país que no la contempla, una pena de muerte encubierta, aleatoria y sin juicio donde el policía se transforma en fiscal, juez y ejecutor de condenas bajo el manto del Estado dominicano.
Insensiblemente, frente a nuestros ojos se vienen creando categorías de personas “enemigas” o subhumanas que no tienen los mismos derechos y que se pueden asesinar libremente por lo que aparentan y no por lo que han hecho. En este mundo se fabrican estereotipos y se encasillan; por ejemplo, joven, moreno, de barrio, con cierto tipo de vestimenta, tatuajes y peinado. Se nos condiciona: son lacras de la sociedad en un caso, personas ilegales armadas en otro, o son antipatriotas o antidominicanos.
Estos mensajes son llamados a la violencia reductores, simplistas y falsos. Su mayor peligro reside en que encuentran ecos favorables en estratos de la sociedad que generalmente no producen este tipo de delincuentes: una clase media pauperizada y cansada por la inseguridad y por las dificultades del diario vivir, así como en estratos más altos, que producen ambos otro tipo de delincuencia y que entienden que las ejecuciones son un mal necesario para preservar la paz social.
Esta situación solo aumenta la ruptura entre segmentos de la población y demuestra la desigualdad desenfrenada que persigue al dominicano hasta en la muerte. El eco de las ejecuciones extrajudiciales se traduce en estadísticas, y en el dolor de las madres, de las familias, del barrio que trasciende en la forma muy especial de los entierros de “tígueres”. Así la barbarie y la civilización son medidas de manera diferente según el lado de la barrera en el cual uno se encuentra.
Cada día se hace palpable en el mundo global el crecimiento de la intolerancia, intolerancia que crece con la desigualdad. Es de triste recuerdo que en tiempos de crisis las más avanzadas naciones han engendrado sus propias barbaries. Aquí todavía arrastramos la cultura autoritaria que otorga a las fuerzas del orden licencia para matar a pesar que el Estado es signatario de tratados que imponen el respeto a los derechos humanos.
La política de Estado debe focalizar más en los jóvenes y menos en la seguridad. Hay que limpiar la casa para que la educación en derechos tenga sentido. ¿Qué lograremos “metiéndoles por un tubo” a nuestros niños, niñas y adolescentes los derechos ciudadanos mientras nos mantengamos insensibles frente a los asesinatos que comete la Policía en nombre de la “paz social”?