Preocupado siempre por llegar al humor a través de la ironía, Mark Twain solicitó el aplauso ferviente para los insensatos.
Dijo que si no fuera por ellos, “el resto de nosotros no podría triunfar”.
La sensatez es la denominación, cuando hay que actuar, de la parálisis y del temor.
Hay una insensatez creativa que abandona el guión social estrecho y abre ventanas al mundo.
No los encierran los prejuicios sociales, no los detienen los ladridos de la sensatez puritana
Insensatos como Oscar Wilde, por ejemplo, que olvidando que vivía en una sociedad hipócrita cuya sensatez llegaba hasta el clímax del estiramiento aislante, decidió mostrarse tal como era:
librepensador, ocurrente, atributos propios de una mente abierta viviendo en una sociedad cerrada, tradicionalista, amante fanática del pasado.
Insensatos, y además, decentes, como Abrahan Lincoln, que dominado por una ética religiosa formidable, no veía diferencias entre un esclavo negro y un blanco como para que ambos no fueran libres.
Como Mahatma Ghandi que desafió tradiciones, furias, e irracionalidades e impuso su visión propia de la paz y confraternidad.
Como el vapuleado y cada vez más vituperado Juan Pablo Duarte que se atrevió a soñar un país desde la nada y hacerlo posible.
Como Bolívar, que liberó cinco naciones basándose no solo en la valentía personal sino en el apoyo de los despojados y los desposeídos.
Estos insensatos, como virtud, suelen tener un pensamiento propio, una conciencia propia y al mismo tiempo social, una amplitud de mira y atisbos memorables del porvenir.
No los encierran los prejuicios sociales, no los detienen los ladridos de la sensatez puritana que llama a la quietud y el conformismo.