(A Ruth Rivera de Klostermann con nostalgia  y un abecedario de primaveras)

Hay quienes dicen que el mundo languidece;  yo soy una de esos. De golpe, el silencio no se escucha; el murmullo de la gente es invadido por el miedo,  y la multitud -prisionera  de  su sombra- se convierte en un verdugo que tira al mar a los huesos de su pueblo.

He transitado la ciudad  y he visto  lo seco y agrietado que está el rostro de los “muchos”. Su tez es seca, fría, árida y descubierta.

Los de tez seca, fría, árida y descubierta,  son los “muchos” de este pueblo; los que visten fuera de la ciudad de cristal, de las bondades del glamour y la ficción creada desde las alturas del poder…

He visto a mi  ciudad llena de dolor…y de impotencia; ellos, los “muchos”,  son los sobrevivientes de la enfermedad que corroe a los poderosos, de la extrema fatalidad que ha marcado a esta ciudad de apariencia sutil,  y,  por igual, a sus habitantes en toda su cotidianidad: la soberbia, la avaricia, el lujo

Los dominicanos, al igual que en los siglos áureos, hoy sufren  de la soberbia y de la avaricia, del placer y del boato, de la magnificencia y de lo frívolo; como herederos de los signos inequívocos de una soberbia ancestral: 1. La imponente apariencia de los poderosos.  2. La codicia al dinero.   3. El despliegue del poder  político y económico con soberbia.  4. “La apreciación del valer personal se torna operación simbólica”  y 5. La impalpabilidad fantasmal del bienestar de la mayoría.

Mi ciudad que tanto he amado, reconozco con dolor, tiene a la soberbia como la raíz, tronco y cabeza de todas sus desventuras; la soberbia  de ayer es igual a la de ahora: soberbia que hace que las ciudades se tornen nichos de violencias, de chismes, de rumores, de calumnias, de lujurias, de difamaciones, más aún cuando sus habitantes aman la avaricia desenfrenada.

La soberbia primitiva, colonial y medieval,  se recrea en el presente, de una manera tan desvergonzada que ya se asume como una forma espontánea de ser-en-el- yo, que el oscuro presentimiento  de las luchas de clases, prevalece a través de la indignación, que llegará el momento –no muy lejano- en que este pueblo haga su catarsis.

¡Qué desmesurada es la vida en esta ciudad, mal llamada metrópolis!  ¡Qué desmesurada es la vida cuando las lágrimas de los “muchos” (los explotados, los ignorados, los aniquilados, los humillados, los enfermos,  los instrumentalizados, los prostituidos en su pobreza con migajas de pan)  rompen las herejías y la convulsiva emoción salvando al tiempo del oráculo que traen los ángeles en la reposada piedad de una contemplativa quimera!

…Porque los “muchos” son el botín de nuestros políticos  para emprender  una nueva forma de  acumulación originaria a través de la corrupción institucionalizada.

Dios, Todopoderoso, debería esforzarse por dejar de sentir humano; él debe olvidar, ciertamente, la esencia y la persistencia de la luz, las creencias, las creaciones alegóricas de lo eterno, la esencia del blanco…

Dios, debe ser ya, un fugitivo visible; danzar sin pensamiento, no perfeccionar –de suerte- la idea de que necesita del cosmos para existir; puesto que,  hay que olvidar junto a él toda posibilidad de dignificar a la palabra, no narrar  ningún misterio supremo ni ennoblecer más a la cólera terrestre de los hombres.

A estas alturas ¿por qué complicar más al espíritu de Dios, si podemos servirnos del símbolo de su reino? ¿Por qué sostener su gloria si la vida es una esfera que se interrumpe con la muerte? ¿Por qué proclamar la eternidad, si ya todo es profano, condenable, y los sepulcros no tienen la identidad de una rosa que abraza a las rocas o la unidad íntima de su universo?

Oh, Dios! Los peldaños de la inocencia han caído junto a la palabra! Tu convincente perfección de celeste signo se aposenta en el lecho de los ángeles. Hay un brote de enfermedad en la tierra que hace de la Fe sólo una nube inefable, conglomerados de estaciones, penitencias para los frutos de un árbol lleno de recuerdos.

Dios, me gustaría verte descender, hablar contigo, implorar tu indescriptible belleza, tu perfección, oprimir  mi pecho junto al tuyo, ver los vistosos trajes de las vírgenes y arcángeles  que se adormecen con tu nombre casto.

¿Qué persona eres, Dios, que vigilas las desigualdades sin reducir el llanto de los desposeídos, que te reservas las hazañas, que habitas independiente en el sentimiento de cada uno, en ese nosotros pálido que sobrevive y palidece en la nada?

Dios, dame un poco de tus alegorías; dame un poco de tu indescifrable presencia; resérvame un espacio en tu olímpica morada; dame fundamento para aceptar tu voluntad…y, por último, reconoce, por favor, que es mentira: los caminos nunca quedan libres de la maldad; no reposan ante la guerra, no duermen bajo la luna, no sienten, porque los enigmas nos miran oficiando buenaventuras que no podemos tocar…

Permíteme, Dios, agotarme, reconocer que te necesito, que no puedo retirarme a dormir siendo indiferente contigo…