Tras décadas de prácticas corruptas, malos gobiernos y ocho años de estupro a la vida social e institucional del país, las clases medias dominicanas llegaron a las elecciones del 5 de julio de 2020 legítimamente indignadas. Los pobres que, durante ese tiempo han vivido la desigualdad creciente derivada del modelo económico neoliberal, despojados de derechos y cortejados por el clientelismo, estaban insubordinados. Ambos niveles sociales fueron, durante este tiempo, seducidos por el consumo, la promesa eternamente insatisfecha de comprar cosas para existir y, según la publicidad, ser felices.
Las clases medias, en términos estrictamente físicos, no lo pasaron tan mal sin embargo, el costo emocional ha sido atroz por la mutilación inevitable de proyectos de vida y el regreso forzoso a las escaseces. Una parte de este malestar hubiera sido tolerable, excepto por la naturaleza relativa de la ostentación de la riqueza y del bienestar que exhibían impúdicos sectores legalmente blindados y económicamente privilegiados del empresariado, del gobierno y del estamento político.
A medida que las clases medias, después del 2008, enfrentaban limitaciones crecientes en el acceso al consumo y la promesa de bienestar encallaba en medio de un arenosa cotidianeidad, los sectores de poder derrochaban sin límite aparente. De este contraste surge el malestar que, a fuerza de ser ignorado y de hecho creciendo y estableciéndose como cultura, termina convirtiéndose en indignación. Poco a poco, las clases medias, incluso en los sectores que mejores ingresos tenían entre 1990-2020, empezaron a percatarse de que no importa cuánto hicieran, cuánto trabajaran o se esforzaran, no podían mantener la velocidad ni la distancia con los más prósperos. La conciencia de que esa prosperidad se alcanzaba a expensas de los demás, y no a causa del mayor brillo o eficiencia de los otros, aunque lentamente, va asentándose. Las denuncias de corrupción nunca modificaron un ápice la situación y entonces generaron esa sensación de impotencia que más tarde se convirtió en indignación. Es la realización, la consciencia de que lo que aquellos disfrutan en demasía está amparado en el abuso, políticamente gestionado y legalmente consagrado. La práctica golpea más fuerte a las clases medias tradicionales, especialmente aquellas donde la educación, la familia, el entorno y los antecedentes han conservado la distancia y han rehusado cruzar ni transgredir líneas de conducta, parámetros de actuación. Allí donde los atributos de esas clases medias sustentaban una conducta, el tránsito del descontento al enojo -y de este a la indignación- se asentó, echó raíces y se dinamizó. El sistema golpea a los mas serios y honestos.
II
El caso de los sectores populares es diferente. La corrupción de los de arriba -tanto en el sector público como en el privado- se trata como parte del orden natural de las cosas, conforme a la época.
Asumen que imitar puede ser más rentable que condenar. Algunos celebran el éxito ajeno, si pueden acercarse a éste y beneficiarse. Pasarse de listos no es un problema ético, sino operacional. La pobreza genera la inmediatez; los problemas deben ser resueltos a la velocidad que se presentan y no hay tiempo que esperar ni rituales que seguir ni tabúes que respetar. La prisa, el desenfado y la ausencia de consecuencias ante la inconducta, alientan el desorden pero pronto los contrastes predominan y se imponen. No importa a qué velocidad ni con cuánta vehemencia y dedicación los pobres traten de consumir, siempre se quedan rezagados y eso los enoja, los disgusta. Es como lo describía Galeano: “ la publicidad les hace la boca agua, pero la policía los echa de la mesa; el sistema niega lo que promete”.
No satisfacer las expectativas de consumo y bienestar creadas por la publicidad los hace sentir desgraciados y -ante esa condición- la resignación es inaceptable. No es en verdad una opción, por lo tanto, ser más listos que los demás. Ingresar -marginalmente o de lleno- en la ilegalidad no es un dilema moral, sino un drama personal: miedo a la cárcel o la muerte versus oportunidades y posibilidades. No hay dilema moral, porque los pobres siempre viven en los umbrales de la ilegalidad: la ven, sienten y perciben de cerca, todo el tiempo. Siempre conocen, tratan o tienen de vecino y/o familia a alguien que ha sido o es delincuente. Su conocimiento de las leyes es precario o nulo, así como su entendimiento de la economía. Saben quién tiene poder y generalmente lo resienten; conocen también y están familiarizados con algunos de los atributos del poder, en particular con la legitimidad o la ausencia de ésta, de quien o quienes lo ejercen.
Cuando el terreno ocupado por las responsabilidades y obligaciones de los pobres -para con las estructuras de poder- empezó a ser ocupado por los derechos que una parte del mismo sistema político proclamaba, surgió primero la duda y -posteriormente- la noción de su aprovechamiento. Fueron las ideas del auge democrático de los años 60’ las que, promoviendo sin cesar y en aras de sus propios fines las ideas sobre los derechos de los pobres crearon ese espacio cada vez mas amplio donde los derechos, más que ser compartidos con las responsabilidades y obligaciones, terminaron sustituyéndolas. De manera pues que la consciencia de mayores y mejores derechos para los pobres, aunque proclamados, ha permanecido consistentemente insatisfecha, mientras se ha debilitado la capacidad y la voluntad de la estructura de poder, para imponer un orden, debido -en parte- a que la incesante promoción del consumo y bienestar terminó convertida no en una opción, sino también en un derecho. Por lo tanto, para los pobres, todo distanciamiento o ausencia de consumo y bienestar produce una respuesta de insubordinación respecto a los componentes inmediatos del orden. Pero la insubordinación es -a su vez- distinta a la rebelión que comporta otro tipo de riesgos y peligros. Insubordinarse es desobedecer, irrespetar, negarle cumplimiento y sumisión al orden, desconocer la autoridad, pero sin amenazar su existencia, lo que sería una propuesta subversiva y revolucionaria.
No es posible ignorar el papel que -en esta insubordinación- desempeña la cultura del narco, como tampoco sería razonable desconocer el impacto que sobre el conjunto del cuerpo social ha tenido, de manera muy especial en la conformación y el comportamiento de los actores políticos cuyos códigos resultaron subvertidos. El narco se ha erigido en un modelo de consumo y bienestar que concita adhesiones por doquier y escala -cada vez más- al interior de las estructuras formales del poder político. Este es el ámbito donde se dan cita esa cultura; los protagonistas del narco, con los actores políticos tradicionales y los recién llegados. Al final -y a la vista de todo el mundo- se hermanan y confunden.
III
La diferencia entre indignación e insubordinación es de la mayor importancia y de la prevalencia: a largo plazo, de una o de la otra depende el destino futuro de este país, bien sea por la vía efectiva del rescate democrático o por el descenso ignominioso a la barbarie.
Si las clases medias logran aprender de los errores del pasado y retoman la iniciativa política, se convertirían no solamente en opción de poder, sino en la única esperanza razonablemente cierta de preservación de la vida y las instituciones democráticas. Sí, por el contrario, esas clases medias extravían el camino y fracasan, la ley y el orden seguirían sucumbiendo y arrastrando consigo todo lo demás.
Las posibilidades de que las clases medias vuelvan a la política son ahora mejores que nunca, desde los años 60’. En aquel entonces, la promesa de prosperidad, consumo y bienestar se impuso gradualmente sobre la agitación política. Las mismas clases medias que aportaron la generación de los mártires de los años 60 reencausaron sus vidas y redefinieron sus intereses décadas después.
Ahora que los modelos de desarrollo económico, el espejismo de la felicidad del consumo y las vitrinas y todo ese mundo de la banalidad se han venido abajo; ahora cuando empieza a prevalecer la convicción de que ese mundo es irrecuperable y que además está bien que así sea, se abre de nuevo la posibilidad y el espacio para ese regreso de las clases medias primero y según algunos a la política tradicional pero también a la nueva política, la que surge en esta época producto de la bancarrota de las plataformas neoliberales y del fracaso de los partidos y dirigencias políticas en casi todo el mundo.
No estamos ya en una época de cambios como pudo denominarse el periodo de los años 60 sino en medio de un cambio de época de no menor envergadura que la disolución del antiguo imperio romano que dio paso a la edad media y con ello a la disolución de todas las normas de derecho y civilización del imperio a favor de poderes regionales, locales y sectoriales regidos por nuevos códigos y donde solamente los obispos católicos pudieron otorgar una semblanza de orden y cohesión a un mundo que se desmoronaba como lo hace el nuestro.