Los abogados podemos morir de inanición o de indigestión jurídica. Morimos de inanición cuando, tras salir graduados de licenciados en Derecho, nos conformamos con los conocimientos adquiridos en la Universidad y no nos preocupamos por actualizar los mismos a la luz de la evolución de la legislación, la jurisprudencia y la doctrina. Morimos de indigestión jurídica cuando, desordenadamente y sin tomar en cuenta las peculiaridades de nuestro ordenamiento jurídico, asumimos cuanta doctrina extranjera sea posible, al margen de la pertinencia de ello y de sus consecuencias para la práctica jurídica y en el plano político y social. Aunque parezca mentira, de estos dos tipos de abogados, es preferible el que muere de inanición, bien porque ya murió en el sentido profesional del término, lo que le evita mayores daños y perjuicios a sus clientes y a la sociedad, o bien porque perfectamente puede resucitar mediante la actualización de sus conocimientos en los cientos de diplomados y especializaciones disponibles en el mercado. El abogado más peligroso es, sin embargo, el que sufre de indigestión jurídica, no solo porque, como todo ignorante, es osado sino, sobre todo, porque está armado de todas las doctrinas erróneas, lo cual rodea de un aura de legitimidad sus alegatos y pretensiones, y lo hace más resistente, por sus infundados prejuicios dogmáticos, a cualquier intento de formación continua y de “resocialización” en el Derecho justo y adecuado.
El largo introito parecerá inapropiado y exagerado como preludio a lo que expondré en esta columna pero lo cierto es que la Constitución de 2010, en específico el sistema general de derechos fundamentales que ella establece y desarrolla, puede ser erosionada en su normatividad más que por la ignorancia cada día menor entre los abogados preocupados por la actualización permanente de sus conocimientos como por la gran influencia que adquieren nociones jurídico-dogmáticas sustentadas por un súper minoría de abogados que actúa como vanguardia de la indigestión jurídica. Veamos un ejemplo de esta indigestión…
Se sabe que un derecho para ser fundamental no tiene que ser fundamental, es decir, que no se requiere un nivel de fundamentalidad en un derecho para que sea reconocido como fundamental en el ordenamiento. Por eso, en Derecho Constitucional, no hay que preguntarse sobre los “fundamentos de los derechos fundamentales” como lo hace Luigi Ferrajoli en la Teoría del Derecho. La fundamentalidad de los derechos fundamentales, desde una perspectiva estrictamente constitucional, viene dada por el reconocimiento del derecho en una norma que, como la Constitución, es de rango fundamental, pues ocupa la más alta jerarquía en el sistema de fuentes del Derecho y es norma suprema que sirve como razón de validez de todas las demás normas del ordenamiento jurídico. Los derechos fundamentales son derechos constitucionales, es decir, derechos que, al ser incorporados en la Constitución, no solo gozan de la certeza de su identificación gracias a su positivación, sino que, además, están protegidos por la coraza constitucional frente a los poderes constituidos. En consecuencia, no hay que distinguir entre derechos constitucionales fundamentales y derechos constitucionales no fundamentales porque los derechos son fundamentales desde el momento mismo en que están protegidos a nivel constitucional, no importa su nivel de fundamentalidad material. Como afirma Francisco J. Bastida Freixedo, los derechos fundamentales “lo son, porque y en la medida en que participan de esa posición de supremacía que tiene la Constitución en la que están insertos; por el contrario, no son calificables como fundamentales si carecen de ese rango o quedan desprovistos de él y entran en el campo de la entera y libre decisión del legislador. El ser unos derechos que puedan considerarse inherentes a las personas no es la causa de su deber ser como normas iusfundamentales. Puede que ése sea el ‘motivo político’ que impulsa al constituyente a incluirlos en la norma fundamental del ordenamiento, pero la ‘causa jurídica’ de su validez como derechos fundamentales está en la citada posición normativa suprema, que es la que lo hace inviolables frente a cualquiera que no sea el órgano de reforma constitucional”. En otras palabras, un derecho, tan irrelevante como el derecho a comer hamburguesas, puede ser considerado fundamental con tal de que esté incorporado expresamente en la Constitución y un derecho tan importante en nuestra era digital como el derecho al olvido no es fundamental pues no está consignado en la lista constitucional de derechos fundamentales.
Hay quienes, sin embargo, confundiendo el plano teórico con el dogmático, ignorando el rango constitucional que le dio el constituyente al derecho de propiedad y agarrados de la definición de Ferrajoli, postulan en nuestros tribunales que este derecho no es fundamental, ya que se puede vender, ceder o transferir en el mercado, característica que Ferrajoli sostiene no se compadece con los derechos fundamentales, que para el italiano son esencialmente extra patrimoniales. Otros juristas criollos, intoxicados por una mal digerida doctrina española, han llegado al extremo de distinguir entre derechos tutelables en amparo y los que no lo son, cuando nuestra Constitución, contrario a la española, consagra el amparo de todos los derechos fundamentales, sin distinción. Y otros, más audaces todavía, han querido ver en nuestros derechos sociales los simples “principios rectores” no justiciables del ordenamiento social y económico español. ¿Resultado de todo esto? Se erosiona la normatividad de la Constitución y se degradan derechos de rango constitucional a rango legal o sublegal, en manifiesta y clara violación al mandato del constituyente.